Quantcast
Channel: Revista PLANTA (blog)
Viewing all 72 articles
Browse latest View live

Presentación

$
0
0
miércoles 25 de abril (este que viene ahora)

bar San Bernardo(Corrientes 5436, entre Gurruchaga y Acevedo, Villa Crespo)

20 hs

Entrada librey gratis
http://blog.eternacadencia.com.ar/wp-content/uploads/2012/04/cancion.jpg

salió Planta papel - antología 2007-2011

$
0
0


Edición especial:

2007-2011. Antología de ensayos críticos sobre arte, literatura, política y tecnología publicados en los primeros cuatros años de la revista, con colaboraciones de Pablo Accinelli, Tomás Aguerre, Martín Baigorria, Verónica Gómez, Carlos Gradin, Claudio Iglesias, Violeta Kesselman, Ana Mazzoni, Diego Sánchez, Damián Selci, Fernando Sucari, Paula Torricella, Mariano Vilar, Nicolás Vilela y 10 ilustraciones de Leandro Tartaglia.



+ “El problema real: plan discursivo” - Pablo Accinelli y Claudio Iglesias


+  “Laboratorios Baigorria: investigación y desarrollo” - Claudio Iglesias 

+ “Fernanda Laguna, por una literatura legible” - Damián Selci y Ana Mazzoni

+ “¿Wikipedia?: ¡Jerga!” - Carlos Gradin y Claudio Iglesias

+ “Information: puesta en página” - Pablo Accinelli y Fernando Sucari

+ “En busca de las ilusiones perdidas” - Carlos Gradin

+ “Crónicas del Fin del Mundo” - Verónica Gómez

+ “18 desafíos para la literatura contemporánea” - Bruce Sterling

+ “La estepa psicológica de miles de jóvenes criados a la luz de historias fantásticas” - Diego Sánchez

+ “¿Trabajador, yo?” - Vera Müller y Viqui Díaz

+ “Tras la esmeralda perdida. Una epistemología de las aventuras gráficas (1990-1997)” - Mariano Vilar

+ “Volar, volar” - Tomás Aguerre

+ “¿Quién se llevó mi bandera?” - Paula Torricella

+ “Leónidas Lamborghini y el cánon argentino” - Nicolás Vilela

+ “Tecnópolis desde Antrópolis: barro tal vez” - Carlos Gradin y Martín Baigorria



Conseguila en


Librerías

Del MarmolLavalle 2015
PrometeoAv Corrientes 1916
De la ManchaAv Corrientes 1888
ZivalsCorrientes y Callao
Antígona CCC Corrientes 1543
Hernandez 1436Corrientes 1436
Hernandez 1311Corrientes 1311
La crujíaTucumán 1999
Proeme (Guadalquivir)Callao 1012
Paidos del FondoAv Santa Fe 1685
Arcadia LibrosM.T. de Alvear 1548
Santiago Arcos Puan 481 1° piso (Caballito)
Librería NorteAv Las Heras 2225
Antígona BibliotecaLas Heras 2597
La LibreBolívar 646
Gambito de Alfil José Bonifacio 1402
Fundación ProaAv. Pedro de Mendoza 1929

*

Compra directa 



Periférica (envíos en Capital, provincias y otros países)

perifericadistribuidora@gmail.com
www.la-periferica.com.ar


*

Kioscos de revistas del centro
(preguntar dónde está disponible en
distribuidorasinfin@gmail.com)







LA TENDENCIA MATERIALISTA - Antología crítica de la poesía de los 90, se presenta este jueves a las 19 hs en el Museo del Libro (Las Heras 2555)

Presentación de LA TENDENCIA MATERIALISTA en el Museo del Libro y de la Lengua, 27/09/12

$
0
0

Desde la izquierda: Gambarotta, Cucurto, Raimondi, Laguna, Kesselman, Vilela, Mazzoni, Selci, Rubio, Gustavo López.

Reseña en el suplemento Ciudad X, la Voz del Interior

Presentación de LA TENDENCIA MATERIALISTA, por Nicolás Vilela

$
0
0


(Publicado originalmente en Revista Mancilla nr 4. Una versión de este texto fue leída en la presentación de La tendencia materialista el 27/09/2012, en el Museo del Libro y de la Lengua.) 

Hay dos generaciones involucradas en La tendencia materialista. Por un lado, la generación de los “poetas de los 90” antologados en el libro; por otro, la generación a la que pertenecen los antologadores. La publicación de este libro es un reconocimiento y una validación no solamente de los poetas sino también de los críticos, que vienen estudiando la poesía contemporánea hace muchos años y especialmente a través de la revista Planta.

La preparación de La tendencia materialista data de 2008. Desde ese momento a esta parte se fueron publicando varias antologías y varias reediciones de poesía de los 90: la Antología de la Nueva Poesía Argentina, financiada por Viggo Mortensen y con selección de Gustavo López, editor de Vox; Punctum, de Martín Gambarotta, por citar un ejemplo de cada caso. Esto habla de su importancia y visibilización creciente.

Es importante pensar en ese momento de preparación del libro. Los tres antologadores, en aquel entonces jóvenes estudiantes de la carrera de Letras, reciben con entusiasmo la formación universitaria y a la vez perciben sus límites. Aprenden el valor de la crítica y a la vez desarrollan una educación paralela, no universitaria, que transcurre en otro tipo de escenarios: lecturas de poesía, talleres literarios, revistas digitales, reuniones con escritores. En el libro es notable ese careo entre las dos educaciones. Ahí vemos una novedad en términos críticos. Se trata de tres jóvenes interesados en la poesia de su tiempo, en sus contemporáneos, que encuentran que el ámbito de la carrera de Letras no es del todo propicia para ese interés justamente porque no se caracteriza por la recepción de poesía en general y mucho menos de la poesía argentina contemporánea en particular. Hay dos elementos muy importantes entonces: poesía y tiempo presente, que son también los que interesan a los poetas de los 90.

Es poco común que los grandes críticos se ocupen de la poesía; no hay textos de Piglia, Sarlo, o Viñas, por citar algunos, sobre el tema. De hecho hay una famosa tapa del Diario de Poesía donde Josefina Ludmer afirma que no lee poesía. En su ultimo libro, Aquí América Latina, Ludmer le dice a Tamara Kamenszain que no entiende a la poesía y le pregunta “qué pasa en la poesía actual”. La negación de un genero literario entero acentúa un descredito simbólico ya existente y en esa medida es una postura conservadora. De ahí uno de los valores de La tendencia materialista: proponerse como una antología crítica de poesía.  

Por otro lado, el modelo estructural y estilístico del libro proviene de una lectura razonablemente universitaria como  la de  La Argentina en pedazos, de Ricardo Piglia.De ahí parecen surgir las proposiciones breves, sintéticas, contundentes, que no tienen mayor desarrollo ni justificación llevada a término. Esa justificación, la parte analítica digamos, está en los artículos de la revista Planta;ahí se pueden encontrar artículos críticos más extensos y desarrollados sobre estos mismos poetas recogidos en La tendencia...

Entonces se establece un tipo de critica que retoma elementos académicos pero a la vez transita por un carril bien distinto en la medida en que marca como punto principal el problema del valor (por qué estos poemas son buenos o malos, si funcionan o no funcionan) y se acerca más al punto de vista del escritor. En cuanto al estilo, además de la estructuración similar a La argentina en pedazos, hay un modo polémico muy a tono  con la época, incluso antes de que la época asumiera ese tono como principal.

Entonces las preguntas son: qué se está escribiendo, qué de todo eso tiene valor y a la vez para qué hacer un libro de crítica sobre eso que se esta escribiendo y tiene valor. El libro plantea una interrogación sobre el para qué, sobre el uso del saber en relación con un propósito social. Queda claro que uno de sus objetivos principales es ampliar el público lector. De hecho el libro empieza así: “la poesía de los 90 corrió la suerte de ser a la vez muy leída y muy poco leída”. Es una alusión al hecho de que hay una primera línea de lectores que ya conocen a los poetas y para los cuales estos nombres son evidentes, o discutibles o ya discutidos, pero también a que por otra parte hay un desconocimiento general, fuera de esa primera línea de interesados, respecto de la poesía de los 90, y por tanto una búsqueda de interesarlos. El libro tiene esta lógica militante: organizar y convencer a partir de argumentos. También la tienen los textos de Planta y cualquier intervención oral de los antologadores sobre el tema.

Ampliar ese publico lector está justificado en la introducción y no tiene que ver sólo con la calidad evidente de todos los poemas. Es decir: no se trata de cuestiones estrictamente literarias, sino de la capacidad de los poetas para articular problemáticas de largo alcance, trascendiendo esas cuestiones estrictamente literarias. Es fuera del primer círculo de interesados en literatura donde la lectura no existió o no existe. Los temas, los problemas sociales que recorren estos poemas son de una actualidad absoluta en el sentido de que nos son contemporáneos: el balance interno de la militancia de los 70, en Gambarotta; el problema del gobierno y la conducta antiperonista de la clase media argentina, en Rubio; la pertinencia de la contracultura como identidad, en el caso de Casas; el arte como herramienta de sublimación, de materialidad –y de territorialidad, si agregamos las experiencias de Belleza y Felicidad o el taller de ByF en Fiorito- en el caso de Laguna; la descomposición social producto de la convertibilidad en relación con el lenguaje de los jóvenes, en Desiderio; la ubicación de Argentina en el concierto de las naciones, la división del trabajo y las concepciones liberales del mundo, en Raimondi; el ocio y la explotación laboral de los inmigrantes en el caso de Cucurto. Son todos temas que a un lector no especializado en poesía, siquiera en literatura, le remiten directamente a nuestro presente, como también remiten muchos otros ejemplos de poesía de los 90 que no están en la antología (al final del libro hay una cronología de publicaciones de otros poetas de los 90, que abre las puertas a una lectura mucho más amplia).

Por otro lado, resultan novedosos los criterios en el armado del libro. La tendencia materialista es una antología crítica, focalizada, por oposición a las que conocimos hasta ahora, que eran de corte panorámico en el sentido de presentación genérica de autores. Esta decisión de encarar una antología crítica y focalizada es relevante porque significa que hay una atención al paso del tiempo: ya no estamos en el mismo punto que hace 20 años; no hace falta limitarse a la presentación de los autores, sino que hay una posibilidad de leer y argumentar en retrospectiva sobre su valor, y a partir de ahí darlos a conocer. Otro criterio importante es la honestidad intelectual, notoria en la argumentación, en la validez general del aporte crítico, todo lo cual demuestra el triunfo del trabajo por sobre el amiguismo, la rosca, las operaciones de los suplementos culturales o los titubeos de las editoriales. Es el logro de tres personas que trabajaron mucho tiempo para argumentar por qué hay una serie de textos valiosos que merecen ser leídos.

La estructura del libro también tiene peso propio. Primero hay una introducción donde se justifican los criterios antológicos y después hay una breve historia de la poesía de los 90, partiendo de la fundación del Diario de Poesía. Esta parte histórica tiene no solamente el merito de contextualizar los momentos de producción de los diferentes textos, sino también de demostrar que en la poesía de los 90 había un pensamiento en términos de política cultural. Es decir: no da cuenta solamente de los textos sino también de los talleres, los diarios y las revistas, los premios, el sitio digital poesia.com, etc. Que hoy estemos hablando de estos textos, que haya crecido el interés por la poesía de los 90, que haya salido este libro, tiene que ver en parte con que los textos estaban acompañados de esa política cultural de carácter movimentista, que agrupaba diversas líneas poéticas bajo objetivos comunes. 

Por cómo está organizado el material y por la propia cronología de las publicaciones, el armado del libro es una especie de Fenomenología del espíritu en la que cada instancia lleva a la siguiente y finalmente todo se sintetiza en una totalidad.  Parece una historia de la conciencia literaria de la poesía de los 90, siendo que el factor de cohesión de los textos es justamente lo que da título al libro: la tendencia materialista. También son factores de cohesión la desublimación de los objetos de la percepción, el lenguaje como objeto, el trabajo con la oralidad e incuso la contribución del Diario de Poesía a esa fenomenología. La figura de Daniel García Helder es crucial tanto para los poetas como para los críticos. Aparece en los agradecimientos “por su ayuda constante y dedicada”,  lo que marca que la intervención de su parte transciende a la generación de los 90 y llega hasta la actualidad. Hay que reconocer a Helder como un gran maestro de todos estos nombres del libro, alguien que ha contribuído enormemente a esa política cultural de los 90 por su rol en el Diario y porque muchos de los poetas fueron a su taller, donde eran y son rasgos habituales la atención a la poesía argentina y regional, el trabajo con las medicaciones sociales de percepción y la conciencia literaria del autor como núcleo fundamental de la reflexión. Helder jugó un rol central en la sociabilidad del momento en razón de su capacidad para articular diferentes zonas del país (Rosario, Bahía Blanca, Capital Federal) a través de una red de talleres y la gestión de contactos.

El resto del libro está dividido de acuerdo con los modos de percepción que privilegian los poetas (cultural, política e histórico-económica). En cada una de las introducciones los autores toman posición polémica contra el discurso de la posmodernidad. “La percepción cultural” discute que la mezcla de lo alto y bajo en la selección de referencias culturales por parte Casas, Desidero y Laguna -Gilda y Baudelaire, por ejemplo- esté vinculada con una idea de pastiche típicamente posmoderna. “Los poetas de los 90 cortan una segmento del consumo cultural, la cultura joven, y en relación a ella se plantean y definen sus materiales: el rock junto con el cine, la alta literatura junto con la cumbia o el comic junto con la filosfía. En cuanto a la “percepción política” hay una discusión con la idea del fin de los relatos y la presentación de los jóvenes de los 90 como apolíticos  y desinteresados. La refutación, como es correcto, está armada desde los textos: en Rubio, Gambarotta y Cucurto hay una preocupación muy especifica por lo político y una percepción política de la realidad. A medida que el libro avanza se van sumando más mediaciones sociales; esta “percepción política” incluye el dato de la cultura joven, pero hay un objeto político que predomina en los tres autores. En la “percepción histórico-económica”, por último, hay otra polémica con la teoría posmodernidad: la pérdida se centralidad de la economía como factor cognitivo del mundo se refuta con los poemas de Raimondi, donde todos los objetos son percibidos atentiendo a la totalidad de determinaciones históricas y económicas en que están implicados.

La última parte del libro es una cronología de todas las publicaciones (desde el 90 en adelante) que funciona como apertura al resto de la poesía de los 90; no porque hayan sido seleccionados siete poetas significa que no se recomiende leer a los demás: todo lo contrario. Los libros que se mencionan son muy valiosos, como el caso de los de Daniel Durand, que estaba seleccionado para la antologia pero se negó a integrarla.

Por otra parte, este libro refleja la importancia de la constitución de grupos, incluso de cenáculos, en la literatura como factor de aglutinamiento, de discusión y de formación socioliteraria. De ese factor aglutinante, de esa perserverancia en el trabajo conjunto, provienen la calidad conceptual de los textos de Latendencia y su claridad en la unidad de concepción.

La tendencia, entonces, decide difundir la poesía de los 90 y ensanchar su círculo de lectores. También decide establecer una nueva modalidad crítica que incluye o toma como dato la información universitaria y a la vez la cuestiona y complementa. Y hay un objetivo más: servir de caja de herramientas para escritores jóvenes que están empezando o inclusive para los que escriben hace mucho y no han tenido mucho acceso a la poesía contemporánea. Esto última comporta cierta utilidad en un contexto donde la literatura argentina -la narrativa especialmente- no logra salir de recetas antiguas o se malogra en buenas intenciones.

El carácter categórico de las afirmaciones del libro, por supuesto, no cierra la polémica ni la objeción. Ocurre lo contrario. Y ya ha ocurrido, de hecho. Lo interesante, dado el trabajo de investigación que hay detrás de las proposiciones críticas, sería que esas discusiones que el texto abre se hicieran con similar esfuerzo. Un comportamiento automático cuando se publica una antologia es decir “falta X”, “falta Y”. Para que la recepción resulte interesante, más allá de la respuesta automática, sería de esperar que los comentaristas no se limitaran a enumerar qué falta, sino a establecer otros sistemas de lectura, con argumentos propios  y mayor honestidad.

Leyendo La tendencia uno puede concluir que la poesía de los 90 representa lo mejor de la literatura argentina de las últimas décadas y eso sería suficiente para que el libro fuera interesante. Pero hay aparte una novedad en términos de crítica literaria y encare del género antología que lo vuelve aún mejor y más imprescindible.

El enemigo del enemigo

$
0
0

Por Silvia Schwarzböck.
(Especial para El río sin orillas Nº 6)

El peronismo es el rizoma argentino.
Alejandro Rubio, “Por qué soy peronista”, en Autobiografía podrida

Sabemos que el futuro también va a estar lleno de tarados.
Damián Selci, Canción de la desconfianza


Política, crítica y enemistad
De acuerdo a dónde se desarrollen, al espacio simbólico donde se practiquen, los ismos políticos se afean o se embellecen. Cada ismo tiene su propia forma de afearse. También de embellecerse. En democracia, el marxismo demuestra una compatibilidad con la academia que no logra afearlo. Sí se afea siendo Estado: aún sin gulags, la ausencia de política extraestatal hace de todo burócrata un conspirador y de la purga, la némesis de la conspiración. Con el peronismo sucede al revés. No se afea siendo Estado, se afea en la academia. No es lo mismo leer Marx, Lukács y Adorno —para iniciarse en las humanidades— que Jauretche, Hernández Arregui y John William Cooke. La denuncia del aparato imperialista de colonización cultural no reemplaza la pedagogía materialista. En función de eso, el kirchnerismo debería construir otro canon pedagógico-cultural: ¿por qué el placer de ser visto como “feo, sucio y malo”, que tanto atrae de la identidad peronista, debería corresponderse, en materia de cultura, con la opción por los bestsellers de lo nacional-popular, el revisionismo histórico y el cine con estrellas de TV? ¿Es lo nacional-popular, aliado a lo masivo, la única cultura peronista o se trata de un prejuicio antiperonista que el peronismo hizo suyo sin revisarlo? ¿Cómo entran en la categoría de lo nacional-popular (dejando de lado, en este caso, lo masivo) las obras de Leopoldo Marechal, los hermanos Lamborghini, Ricardo Zelarayán, Alejandro Rubio o Martín Rodríguez? ¿La prosa de Horacio González o de Ernesto Laclau es nacional-popular y puede devenir masiva? Desde que a Rodolfo Walsh se lo enseña en la universidad ¿es más —o menos— nacional-popular (y masivo) por eso? ¿No existe una “alta cultura” peronista?
En materia cultural, igual que lo hizo en política, el peronismo siempre se definió convirtiendo en positivo lo que su enemigo descalificaba de él. Lo nacional-popular, en ese sentido, fue una bandera que se levantó con orgullo. Pero esa lógica tiene su límite. Porque cuando no se tiene del otro lado a Borges, Bioy, las Ocampo y Sur, la categoría de lo nacional-popular —en medio de la lógica de lo masivo, a la que se someten por igual amigos y enemigos— queda vacía. Por eso existe, en el presente, una cultura peronista oficial y otra maldita (maldita para los propios peronistas).
La cultura siempre fue un campo de disputa tan intenso como la política, dentro y fuera de la academia. Así como la juventud milita, también hace crítica. La crítica, entendida como juicio de valor, como toma de posición, ha vuelto en el mismo grado que la militancia. En realidad, ni la militancia ni la crítica se extinguieron en los últimos veinte años, sólo que ahora pueden tener una influencia en el curso de las cosas públicas que antes no tenían. La política y la crítica tienen en común, entre otras cosas, la necesidad de construir un enemigo interesante (un rasgo que comparten con la ficción clásica). Pero el enemigo siempre se construye mientras uno es construido por él. Si el enemigo no es interesante y complejo, uno tampoco lo es. No basta con que sea poderoso.

Posestructuralismo y guerra
Que la cultura es un palacio hecho de mierda de perro —la idea de Brecht, que Adorno cita en la Tercera parte de Dialéctica negativa— nunca fue, para un lector de izquierda, un argumento contra la alta cultura. Los intelectuales de izquierda no reniegan de la alta cultura. En todo caso, saben que está atada a la barbarie de un modo tan imperceptible que hasta los propios sobrevivientes de los campos de concentración, una vez restituida la democracia, piden convertirlos en centros culturales o museos. La izquierda europea convivió estoicamente, en el curso del siglo XX, con esta sabiduría triste sobre la relación entre cultura y barbarie. Sólo que, en lugar de renegar de la alta cultura, la convirtió en un botín: el botín por el que pelearía cuando la revolución ya no estuviera a su alcance. Después de mayo del 68, apropiarse de la alta cultura como cultura a secas pasó a ser su verdadera praxis. Lo que hace alta a la alta cultura (y lo que constituye la injusticia misma de la división entre lo alto y lo bajo) no es lo que debe ser abolido sino lo que debe ser apropiado. Y debe ser apropiado para socializarlo, no para divulgarlo. Divulgar (una estratagema del capitalismo keynesiano) no es socializar. Socializar lo alto, a su vez, no es lo mismo que abolir su diferencia con lo bajo. Mientras la izquierda persevera en esta diferencia, no participa de la lógica postmoderna. No admite que cada uno goce sin culpa de la parte de la cultura que le ha tocado en suerte, sino que quiere para sí la parte por la que la burguesía ya no disputa. Cuando la izquierda finalmente se quede con la parte de la industria cultural por la que no tuvo que luchar, su próximo problema pasará a ser más irresoluble: la alta cultura no se socializa sólo con internet, software libre y digitalización irrestricta de textos y materiales artísticos, sobre todo si los Estados que entregan netbooks en escuelas públicas divulgan el saber con la misma lógica que la industria del entretenimiento.
La idea brechtiana de que el palacio de la cultura está hecho de mierda de perro, repetida por una intelectualidad con supuestos posestructuralistas, tiene otro sentido que en la interpretación materialista. Alejandro Rubio lo explica magistralmente con el caso de la literatura argentina[1]. El escritor argentino —dice— no confía (ni como lector ni como autor) en la transparencia del acto comunicativo. El mundo referencial, para él, es una imagen mudable de otra cosa: la voluntad de dominio. Ahora bien, lo que podría ser un exceso de lucidez de su parte termina volviéndose en su contra: al razonar como un “maestro de la sospecha”, cree tanto en la eficacia y omnipotencia de la voluntad de dominio como desconfía de la autoridad. La voluntad de dominio de los otros, apenas enmascarada bajo un simulacro de orden por mera conveniencia, coartaría la suya propia, razón por la cual el escritor argentino siempre vive en guerra.
Una vez reveladas las bases posestructuralistas sobre las que se construye el palacio de la cultura argentina, Rubio introduce su propia teoría sobre el material del que este palacio está hecho. A diferencia de Adorno, que sólo se refiere a la mierda de perro brechtiana (Hundscheiffe: la mala palabra aparece en un párrafo que habla de metafísica y cultura después de Auschwitz), Rubio reconoce que “la mierda admite gradaciones en su densidad odorífera, desde la conspicua mierda de perro, pasando por la bosta seca de caballo, la mierda de paloma, la caca de mosca, hasta llegar a la sintética mierda rosa”. El factor mierda, independientemente de su grado de olor, está subordinado al factor guerra. La mierda, como factor táctico, sirve a dos estrategias distintas pero complementarias: por un lado, mostrar como ilegítima la voluntad de dominio de los competidores connacionales y, por el otro, mostrar como ilusorio ese mundo referencial en el que se hacen las comparaciones odiosas con pares extranjeros.
Ahora bien, si todos los escritores argentinos acuerdan en que los juicios estéticos son interesados, y en que se realizan en un mundo donde la voluntad de verdad enmascara a la voluntad de dominio, ningún crítico podría decir de una obra literaria lo que Borges dijo en su momento de Los muchachos de antes no usaban gomina: “es uno de los mejores films argentinos que he visto, vale decir, uno de los peores del mundo” [2].Pero el razonamiento de Rubio sobre la literatura no es el mismo que el de Borges sobre el cine.
Borges no explica por qué el cine argentino es malo. Le basta con dar ejemplos. En medio de tanta moralina edificante, el “nihilismo moral” de Los muchachos de antes no usaban gomina —aunque sea como sinónimo del reblandecimiento de las costumbres entre compadritos— hace al film de por sí atrayente. En otra crítica, le basta con aclarar que Prisioneros de la tierra no intenta hacer reír con la presencia de nuestros payasos oficiales (Sandrini, Pepe Arias y Catita), como para que el lector de Sur se dé cuenta de que no es originalidad, sino seriedad, lo que puede esperar de esa película [3].
Rubio, a diferencia de Borges, no habla de un arte que se haya malogrado por su función social, como fue el caso del cine argentino durante su período clásico. De la literatura argentina él no dice que sea mala porque subordine la estética a un fin más alto (la política de masas, conservadora o popular) o más bajo (el vil comercio). Dice que es mala por malvada, por canalla. Explica las operaciones literarias con el vocabulario del delito financiero: moneda falsa, capital simbólico sin respaldo, falsificación, impostura, estafa. Hay falsificaciones tan buenas —aclara— que el lector se decepciona con el original (Saer es mejor que Robbe-Grillet). Incluso donde la crítica encuentra “subversión, malditismo, influencia lacaniana o deleuziana, vanguardia, posvanguardia, barroco” (se refiere a la escritura coprófila de Osvaldo Lamborghini), él habla de decoración de repostería, sólo que con un carácter fecal explícito.
La crítica de Rubio va en una dirección nueva de la crítica cultural: más que revelar el simulacro que nadie ve, lo que hace falta ahora es analizar las consecuencias de que todos lo vean. La mierda (previamente desodorizada) de la que está hecho el palacio de la cultura no funda institución, si todos los intrigantes palaciegos saben que se alimentan de ella. Al saber tan bien cuál es la materia última del recinto que habitan, los escritores usan la cultura pop para postular la “mierdificación del mundo” y denunciar con ella los restos de alta cultura (de borgismo o saerismo) que todavía sobreviven en algunos competidores (con peso en algunas editoriales), en la academia y en algunos medios.

Kirchnerismo y guerra
Cuando uno termina de leer el ensayo de Rubio —extraordinario, por cierto—, le surge una inquietud, que permite volver al punto de partida de este ensayo: si en el palacio de la cultura hecho de mierda la espada pública está hecha del mismo material —lo cual es obvio—, todo lo nacional-popular, más que un arma política insurrecta para derribarlo y construir otro en su lugar, es un arma política de doble filo, porque ya ha sido usada para mierdificar el mundo y, en ese acto, se ha mierdificado a sí misma. Lo nacional y popular no se ha mantenido virgen ni respecto de la industria del entretenimiento ni respecto de la alta cultura. En su dialéctica con la alta cultura, ha devenido hace rato “cultura pop”. De hecho, fue por ser usado como arma contra la alta cultura dentro de la alta cultura que lo nacional y popular se convirtió en cultura pop. Cuando no, es simplemente el tango, el folklore y el rock que no se pasa sino en las radios universitarias. El adjetivo “nac&pop”, incluso, está completamente estandarizado y sistematizado como categoría del gusto: podría serle aplicado, para su consumo irónico, a cualquier producto filoperonista o peronista, sin que ningún peronista se ofenda. Es cierto que los peronistas —de todos los signos y de todas las épocas— siempre gustaron de llamarse a sí mismos por los nombres peyorativos que les daban sus enemigos. Desde “grasitas” a “mierda oficialista” hay un tobogán de posibilidades ingeniosas, al que los foristas de La Nación on line viven haciendo aportes extraordinarios. De todos modos, el horizonte cultural del kirchnerismo no tendría por qué trazárselo siempre su enemigo, mucho menos cuando no recluta plumas del nivel de Borges o del staff de Sur. Al enemigo uno lo construye del mismo material que el palacio de cultura, y uno es construido por él con la misma masa.
La alta cultura es eso que se enseña en el bachillerato. Y todos los bachilleratos (públicos y privados, independientemente de su prestigio) tienen la misma cantidad de ciencia y humanidades (la que obliga a dictar el Ministerio de Educación); en todo caso, en algunas escuelas se enserian más idiomas, música, deportes y actividades extracurriculares que en otras. Cómo alguien se interesa en la alta cultura (independientemente de que la estudie como carrera en la universidad) no es algo que se pueda explicar por la sola presencia de una biblioteca en el hogar familiar. Pero tampoco, quizá, se pueda explicar, en el futuro próximo, por la presencia de un decodificador satelital en la tevé hogareña o por la posesión de una netbook desde el primer grado de la primaria. Quizá tampoco se pueda deducir, mecánicamente, de las habilidades que muestren los profesores formados en la universidad para entusiasmar a los adolescentes con facebook en la netbook. Pero si el Estado abraza la causa de la divulgación como sinónimo de educación inclusiva, el problema del contenido pasa a tenerlo la forma. No importa ya qué se enserie, sino cómo. La forma es el mensaje. La distancia infranqueable entre la versión para TV de la teoría del conocimiento de Kant y la de una clase universitaria puede ser la razón de que alguien se baje a su netbook la Crítica de la razón pura, pero también de que abandone su lectura sin pasar de la Introducción, descubriendo que el divulgador, antes que enseriar los libros de Kant, vendía los suyos. La divulgación —se sabe— vende la obra de los divulgadores (que no está disponible gratis en la web), no la obra de los autores divulgados (que es de dominio público). Por eso triunfó en épocas de capitalismo keynesiano y Guerra Fría. Está tan asociada al ascenso social y al avance tecnológico —a la asociación entre estas dos variables, en realidad— como el Libro de Doña Petrona a la compra de la cocina a gas, la heladera, y los electrodomésticos básicos. Los intelectuales del capitalismo serio argentino no pueden actuar como si la astucia del Capital no fuera a la vez la astucia de la Razón. O como si no hubieran leído el ensayo sobre la industria cultural de la Dialéctica de la ilustración (sobre todo si viven de enseriado).

Materialismo y guerra
Durante el año 2008, en los números 2 a 6 de la revista digital Planta, Damián Selci publica cuatro artículos en los que explica los conceptos fundamentales de El Capital de Marx siguiendo el texto, es decir, como un profesor, no como un divulgador. Para hacerlo, corrige primero los errores más comunes con que se repiten esos conceptos. En ese momento, Selci tiene 25 años (nació en 1983). En el segundo artículo de la serie, titulado “El capital: fetichismo de la mercancía” (Planta N° 4, junio de 2008), Selci aclara por qué el fetichismo de la mercancía no es lo que José Pablo Feinmann explicó, con un dibujo de Rep sobre la venta de banderitas argentinas en un partido de la Selección Nacional, en el fascículo correspondiente a Marx de La filosofía y el barro de la historia, una historia de la filosofía publicada en fascículos semanales en el diario Página /12. Una vez finalizada la publicación semanal de La filosofía y el barro de la historia, un tiempo prudencial después, Feinmann publicó los fascículos como libro, bajo el mismo título, como hará un par de años después con los fascículos sobre la historia del peronismo, siguiendo la costumbre de los académicos —sus presuntos enemigos históricos— de recopilar ellos mismos sus propios artículos, escribirles un prólogo, y publicarlos como libro: la dialéctica es impiadosa, incluso con los que la enserian. Como libro, La filosofía y el barro de la historia fue un bestseller.
En marzo de 2012 Selci publica Canción de la desconfianza, su primera novela. El protagonista, Styrax, un profesor de bajo, esta obsesionado con la pedagogía revolucionaria y, sobre todo, con la posibilidad de aplicarla sobre un hijo de Esclarecidos, al que piensa secuestrar de una manera no violenta (una parte importante de su problema es qué nombre darle a esa acción: la palabra secuestro es de por sí violenta, pero no encuentra una palabra mejor). Después de un trabajo de inteligencia bastante errático, descubre en la persona de su alumno adolescente, Lucio Ech, al candidato ideal para ser reeducado. Styrax, como Selci, tiene menos de treinta años. Aunque no es un alter ego, pertenece a su generación: “¡Qué suerte, que inmensa suerte, tener menos de treinta años! [...] Cuando alcance las tres décadas, las cuatro, las cinco, cuando cumpla un siglo, voy a seguir diciendo: ¡qué suerte tener menos de 30 años!” [4]
Pero, ¿qué es un Esclarecido, además de lo contrario de un Empecinado? (Empecinados es lo que serían Styrax y su amigos, la célula preparada para el “secuestro” no violento de Lucio Ech). La novela intercala entre sus capítulos un total de ocho excursos, titulados “Análisis de la conciencia de los Esclarecidos”. A partir de estos análisis, es difícil extraer un patrón común: el Esclarecido no es un estereotipo. Tampoco hay ocho estereotipos, uno por análisis. El Esclarecido de Selci no es una figura que coincida punto por punto con alguna figura extraliteraria. Es el enemigo en estado puro. El enemigo que alguien construye mientras se sabe construido por él.
El primer Esclarecido es un joven que toma clases de esgrima y sale dos meses con una compañera gorda, educada en colegios de millonarios. Selci describe al joven, luego de detallar los contactos del padre de la chica: “no es parejo de tórax ni conoce las etiquetas del poder económico y militar del país, pero tiene barba desmañada, ojos hundidos y una forma despatarrada de sentarse que hace pensar en la universidad pública” [5]. El esclarecimiento parece combinar lo material de la fisonomía con lo material de la economía.
El segundo Esclarecido es alguien que conversa con su casi amigo Gonzalo Velamen, que acaba de divorciarse de Victoria ex Velamen, y está saliendo con una posadolescente trotskista a la que conoció en su taller de dirección teatral. Las palabras “casi amigo”, “ex Velamen” y “posadolescente trotskista” no estigmatizan al Esclarecido (cuyo nombre no se dice), sino a Gonzalo Velamen. A su vez, no es a Gonzalo Velamen a quien Selci describe, sino a sus mujeres: “Victoria ex Velamen es descreída y terca, hija de profesionales encumbrados, vagamente ateos, vagamente judíos, vagamente comprometidos con el alfonsinismo, vagamente defensores del comportamiento ético en la función pública, vagamente preparados para mantener tres hijos, tres coches y tres departamentos, vagamente estrellados con el fracaso político de su generación y vagamente readaptados a las verdades también vagas de la Reforma. Pese a todo, el padre de Victoria terminó mojando los talones en la palangana de una clínica psiquiátrica. Esto repercutió negativamente en el carácter de la hija. Antes le pedía a su marido libertad y marihuana. Después, un embarazo; Gonzalo se lo concedió [...] El Esclarecido le pregunta por la posadolescente; Gonzalo describe unos músculos poco flojos, unos huesos flexibles y una militancia trotskista en bajada. Es reformable [...] Hay que in­cluir a las nuevas generaciones” [6].El Esclarecimiento parece ser, hasta aquí, una forma de vida no política que se define por las relaciones con hijos —o hijos políticos— de personas vagamente politizadas.
El tercer Esclarecido está en una fiesta de cumpleaños con pileta, tragos y música yugoslava de fondo. Su ánimo oscila entre el placer y el aburrimiento, por lo cual se une a la conversación entre dos casi amigos, en la que uno le explica al otro cómo cuidar una planta de marihuana hogareña. La conversación es demasiado técnica, para gusto del Esclarecido, con lo cual “siente el impulso de basurear ese discurso engolado y detallista, pero está muy satisfecho con la temperatura nocturna, que roza los veinticuatro grados” [7]. El Esclarecido, advierte ahora el lector, no es una persona sin criterio sobre lo que está bien y está mal, sino sin ganas de discutir por eso. Es tibio. El progresismo, en cambio, es frío —dice bien Martín Rodríguez— no “tibio” [8]. Las diferencias entre esclarecimiento y progresismo —intuye uno— podrían ser de temperatura.
El cuarto Esclarecido “vive en la época de la droga”. Su mente está llena del “cinismo cordial que heredó de sus tíos políticos” [9]. Espera, en su departamento “antiguo y heredado” a un casi amigo del secundario, Lucho Lumbrera, que es periodista deportivo gráfico, y a dos Chicas del Año (vestidas con shorts, pantimedias caladas y remeras con leyendas en francés), una para cada uno, con las que tendrán sexo (no grupal) después de unos renglones de cocaína. La época de la droga es también parte de la herencia recibida por el Esclarecido. La vida esclarecida —entiende el lector— imita una vida prepolítica, una vida en ojotas y musculosa.
El quinto Esclarecido es alguien que se encuentra en un bar de Avenida Libertador, a la altura de Olivos, con su casi amigo Luis Lazarillo, quien acude a la cita caminando desde su casa, un lunes feriado, después de haber visto programas políticos fumando porro y comiendo helado. Hablan de “la realidad del país”, mientras Lazarillo ojea una revista de pesca, en la que encuentra un artículo firmado por Luz López, una ex compañera suya de la facultad, de la que recuerda que tenía “una conversación más que interesante” y que “estuvo con los trotskistas, los radicales, los frepasistas, los peronistas de izquierda y derecha … y [luego de una enumeración que ocupa una página entera] … finalmente los asambleístas de Atenas, con los que Luz López comprendió por fin la Palabra mágica, la Palabra invencible, la Palabra que termina para siempre con todos nuestros temores, angustias, alucinaciones y deyecciones: Democracia Calificada”. Mientras el Esclarecido “pretende conocerla, es decir, invitarla, alguna vez, a su departamento”, Lazarillo cavila sobre la suerte de tanta inteligencia desperdiciada por ahí: “¿Qué hacer con las impracticables buenas ideas promovidas en inservibles buenos colegios por inoídos buenos profesores para infecundos buenos alumnos? [...] ¿Por qué no somos gobierno? [Lazarillo repite tres veces esta frase]” [10]. En los cuatro análisis de conciencia anteriores, el Esclarecido se relacionaba con la política como algo que hicieron con levedad los suegros o los tíos de los casi amigos y que hacen, desencantándose progresivamente de ella, las posadolescentes trotskistas que salen con su profesor de teatro. En este quinto caso, la política es algo que hicieron, cambiando todo el tiempo de agrupación, de partido, de aliados y de creencias, las ex compañeras de facultad de los casi amigos, las cuales, según ellos, tenían una conversación más que interesante, razón por la cual habría que conocerlas, es decir, acostarse con ellas al menos una vez.
El sexto Esclarecido es alguien que viaja en subte con todos los síntomas de la gripe. De camino a su casa, se compra una lata de duraznos en un supermercado chino, y se los come en la cama mirando un programa de fútbol en el cable. ¿El Esclarecimiento promueve la soltería y la desconfianza en la industria farmacéutica? Podría ser.
El séptimo Esclarecido tiene novia y juega al fútbol con sus amigos (por primera vez se nombra la palabra amigo, en lugar de casi amigo). Un amigo extranjero le pega un pelotazo en la cara, empieza a sangrarle la nariz, y todos convienen en suspender el partido, para enojo suyo, que quiere seguir jugando, en lugar de tomar cerveza con ellos en el bar. ¿La amistad es algo que el Esclarecido asocia a los juegos de infancia, no a la conversación adulta? Podría ser.
El octavo Esclarecido trata de reconstruir, en un estado alucinado, lo que habló en una reunión con un nuevo casi amigo. La alucinación —piensa— no puede deberse al porro que fumó mientras bebía la cuarta o la quinta botella de vino, sino a que el nuevo casi amigo debe haberle puesto “algo” en el vaso. Él cree haberle hecho una propuesta algo vaga de iniciar juntos un proyecto: una organización no gubernamental para promover el intercambio cultural en Latinoamérica, o algo así. Le pareció cortés imaginar futuras convergencias laborales con una persona que se está conociendo: no importa si después no se concretan. Pero el nuevo casi amigo le hizo preguntas precisas, que revelaron su improvisación y pereza intelectual. Sentirse descubierto en su charlatanería lo ofendió. A partir de ahí, todo lo que recuerda es haber brindado por ciertas letras del abecedario, entre las que la W era la traidora a la patria, y por consignas como “secuestro, juicio y fusilamiento de la W”, que le parecieron respetables, pero también cómicas. Para el Esclarecido —conjetura el lector a partir de este caso— la política podría poner en marcha una espiral violenta, que se desarrolla como la asociación libre en una comedia de los hermanos Marx: se empieza por un juego de palabras y se termina en el caos absoluto. Uno podría ganarse enemigos peligrosos simplemente porque trató de quedar bien con un nuevo casi amigo. ¿El Esclarecido teme que la política lo coopte, como si fuera una droga alucinógena puesta de contrabando en la bebida? Podría ser.
El Esclarecido es el enemigo de la pedagogía materialista de Styrax. Por eso él quiere reeducar al hijo de uno de ellos. El Esclarecido es el enemigo en sí, en estado puro, no la síntesis o el promedio de todos los enemigos empíricos posibles. La pedagogía revolucionaria de Styrax, por su parte, en lo que tiene de clandestina, de no pública, no concibe la política como una esfera autónoma. Es orgullosamente moralista, como eran moralistas las organizaciones guerrilleras de la década del setenta, incluso las derivadas del trotskismo y no de la Acción Católica. El modelo de Styrax es Juan Martín Díez, quien en 1814 empezó a firmar con el apodo que lo hizo popular: El Empecinado. Díez armó la Resistencia española contra Napoleón con bandas de amigos y parientes, bajo el lema “hay que ganar muchas guerrillas”. Es quien usó la palabra guerrilla como diminutivo de guerra e impuso así el término. A la pregunta de Susana —su novia— acerca de si quiere ser un “moralista argentino”, Styrax responde que sí. Pero Styrax, decíamos, no es un alter ego de Selci. Como Empecinado, es el artista-creador de su enemigo: el Esclarecido. En la clandestinidad no se hace política, sino guerrilla.
En febrero de 2012 Planta edita un número especial en papel, con una antología de los ensayos publicados entre 2007 y 2011. Los editores de la revista (Carlos Gradin, Claudio Iglesias y Damián Selci) hacen una presentación a modo de balance: “para nuestra generación, los que nacimos en la primera mitad de los ochenta, la palabra crítica gozaba de un desprestigio extraño y heredado: había caído en desuso dentro del kit ideológico del discurso intelectual. Como sabemos, el fracaso de los socialismos reales en la última parte del siglo pasado produjo una crecientemente fastidiosa proliferación de textos acerca de la muerte de la modernidad y, por extensión, de todo lo demás: como si el presente no pudiera ser abordado críticamente más que entregando las armas de la propia crítica. Desprovista de todo proyecto, la teoría adquiría así un rol puramente velatorio. Junto a la impostación ubicua del pluralismo estético, esta suerte de necrofilosofía remanente del siglo XX llevaba implícita la sustracción del juicio de valor como unidad fundamental de análisis: el presente es ontológicamente indecidible” [11].
La juventud ha vuelto a la política. Algunos jóvenes militan en agrupaciones. Otros, hacen crítica. El retorno de la política es también el retorno de la crítica. La crítica significa juicio de valor, toma de posición frente al objeto. El juicio de valor no es ya expresión del gusto (subjetivo) del crítico, sino de la voluntad de ser espada pública en un palacio de la cultura hecho de mierda —como todos los pala­cios de la cultura—, en competencia con otros juicios, desde ya, pero para fundar institución. Todos saben que el palacio de la cultura está hecho de mierda, pero las consecuencias que la crítica puede sacar hoy de este saber no son ya las de la interpretación posestructuralista —a la que Rubio explicaba como devenida obvia—, sino una nueva interpretación materialista. La vuelta de la política es también la dis­puta del materialismo contra el posestructuralismo.
En “‘Menemato’ e idealismo” [12], Violeta Kesselman se pregunta por qué Ana Ojeda y Rocco Carbone, los compiladores del último tomo de la colección Literatura argentina del siglo XX, dirigida por David Viñas (De Alfonsín al Menemato (1983-2001)), le dedican un ensayo al análisis de la prosa bestsellerista de Andahazi (un enemigo fácil), mientras que no hacen analizar Poesía civil, de Sergio Raimondi (la obra sólo es mencionada una vez en una nota al pie), Punctum, de Martín Gambarotta, o Música mala y Metal pesado, de Alejandro Rubio. La lógica del Capital en los años menemistas y su relación con los sujetos podría haberse analizado a partir de objetos que obliguen a repensar lo que ya se sabe de ella tanto por el posestructuralismo como por la lectura de Página 12. Sobre el único ensayo sobre poesía publicado en el libro (escrito por Marcos Wasem), dice Kesselman: “El aparataje posestructuralista parece funcionar, más que como disparador, como punto de partida y de llegada del análisis. Esto implica un achatamiento de los textos literarios, ya que la lectura crítica se limita a corroborar cuáles de los temas del posestructuralismo aparecen en las obras, [...] antes que ver qué es lo distinto que puede extraerse de esas producciones, lo que no dicen ni Kristeva, ni Deleuze, ni Foucault. [...] No se trata de un tema de escuelas teóricas, sino de cómo la crítica elige sus objetos, piensa sus estrategias y, en definitiva, concibe su rol”. El error es de método: “Resulta curioso que un libro que se propone vincular literatura y sociedad, lo que sería una tarea netamente materialista, caiga en una especie de idealismo metodológico donde hay grandes tesis y proposiciones previas al análisis, de las que el texto literario funciona sólo como comprobación o ejemplo”.
Es obvio que quien hace una crítica así se gana enemigos en Puán. También amigos. La crítica, como continuación de la política por sus mismos medios, trae los mismos problemas (y los mismos beneficios) que la política. La audacia, en política, está en dialéctica con su opuesto, el cálculo. Dicen los editores de Planta: “La combinatoria de las variables ‘objeto nuevo’, ‘crítico sin currículum’ y ‘juicio de valor’ en una misma oración produjo una nada desdeñable cantidad de discusiones que le dieron a Planta una reputación ligada al extremismo, la coerción argumentativa y la tendencia sentimental a la guerra. Eventualmente la revista sobreactuaba estos rasgos con el fin de acabar de una vez con el miedo al juicio de valor, a suscitar enemistades o a ganarse la expulsión de la corporación cultural, en una palabra: el miedo a la crítica intelectualmente honesta, argumentada y constructiva” [13].
La crítica que retorna como política no es la crítica posmoderna en primera persona, que también admite la disputa, pero como consecuencia del relativismo del gusto. Tampoco es la crítica en primera persona del giro autobiográfico, que hace que toda crítica termine siendo una crónica impresionista. Si la primera persona es la justificación última del juicio de valor, no hay política. El enigma tiene que estar del lado del objeto, no del sujeto. De lo contrario, en la cultura siempre hay guerra de todos contra todos, la guerra de su versión posestructuralista, expuesta por Rubio en “La literatura argentina es el mal”. En esa versión, el enemigo es un enemigo interno, que se exterioriza para que el propio yo encuentre un límite objetivo, pero el único límite que encuentra es otro yo: el enemigo personal (en lugar de político), el yo como otro.

Humanidades, tecnología y ascenso social
¿Qué tiene para decir la filosofía de este retorno de la política como crítica y de la crítica como juicio de valor? En principio, que se ha reemplazado el estado de guerra permanente sobre bases posestructuralistas por la primacía de la política sobre bases materialistas. Pero el materialismo, con su programa de darle la prioridad al objeto, requiere también de un nuevo perfil de crítico: el que explica a partir de la fuente, una figura más parecida al profesor que al divulgador. Sólo que joven. Un profesor joven. Todo lo contrario del viejo profesor que “inicia” a sus discípulos y los prepara para la muerte (quien en realidad los prepara para honrar su propia muerte y transmitir su doctrina no escrita, a la manera del Sócrates platónico, hasta que llega el momento trágico del “asesinato del padre”). La juventud del crítico es importante, en la medida en que representa lo contrario de la muerte. Si la cultura es una preparación para la muerte, un modo de entrar en contacto en vida con la idea de la muerte, de construir legados, discípulos, instituciones, propiedad intelectual, derechos de autor, etc., la juventud de quienes critican sus productos opera como un verdadero contrapeso simbólico. Todo medio cultural es necrófilo. Por eso la crítica, entendida como política, es juvenilista. Pero el crítico joven, el crítico “sin currículum”, en algún momento deja de ser joven y pasa a tener currículum. La práctica del juicio de valor genera odio, amor y amor-odio, nunca indiferencia, con lo cual es lógico y merecido que esa audacia sea la base de una carrera de crítico, curador, editor, profesor, o cualquier otro tipo de pedagogo. No se trata aquí de que el sistema integre rápidamente al crítico audaz, como si la vieja astucia de la razón hegeliana, que consistiría en servirse de los apasionados y dejar fuera de la historia a los tibios, hubiera sido alguna vez una ley de la naturaleza. La audacia no es provocación, porque la provocación es su contrario: es cálculo, el tipo de cálculo con el que la audacia del crítico vive en dialéctica. Pero la audacia sin cálculo es ciega, así como el cálculo sin audacia es vacío.
La política regresó como militancia, pero también como crítica. Su práctica construye amistad y enemistad, igual que la política. Pero también construye relaciones con los objetos culturales en las que esos objetos no deberían ser pensados como altos o bajos en función de una idea binaria de la cultura, que se les imprime desde arriba de manera idealista y que convierte al crítico en pastor dominical. El problema de cómo divulgar lo alto (bajarlo) o rescatar lo bajo (elevarlo) es un problema de la lógica comercial capitalista. Se entiende perfectamente por qué les quita el sueño a los programadores televisivos que buscan calidad pero penden del rating y a los gerentes de grandes editoriales que podrían perder su puesto por equivocarse buscando un equivalente de Paenza. Pero no se puede hacer de un problema de marketing un problema de la filosofía de la cultura.
La formación en humanidades crea una diferencia cualitativa entre una persona y otra que no es la misma diferencia cuantitativa que crean las ciencias (inclusive las ciencias sociales) y la tecnología. En las utopías revolucionarias de cuño industrial, la ciencia y la técnica son las encargadas de igualar los conocimientos de las personas de un modo que no pueden hacerlo las humanidades. Así lo vieron Cristina Fernández de Kirchner, Marx, Engels, y Bataille (mientras comentaba el Hegel de Kojéve). La relación de la escuela técnica actual — restaurada por Néstor Kirchner— con la escuela-fábrica que preparaba para la Universidad Obrera Nacional en el primer peronismo (la UTN de hoy) es mucho más remota que su relación a ese arquetipo de la Argentina deseada que es Tecnópolis, con el que se entusiasma a niños y adolescentes que tienen su segunda naturaleza en las redes sociales, mientras se busca mejorar sus promedios en matemáticas y ciencias naturales. La escuela técnica (con Tecnópolis como promesa de felicidad) es la otra mitad, la mitad público-estatal, de la nueva pedagogía materialista para la juventud que practica la crítica. El enemigo del kirchnerismo, hoy, es alguien que cerraría Tecnópolis junto con la escuela técnica, sin enterarse siquiera de que el canon peronista puede haber cambiado. Hay que construir un mejor enemigo.


Notas
1. RUBIO, Alejandro, “La literatura argentina es el mal”, en: La garchofa esmeralda, Buenos Aires, Mansalva, 2010, pp. 107-119.
2. BORGES, Jorge Luis, “Dos films”, en: Sur, Buenos Aires, Ario VII, N° 31, abril de 1937; publicado en: Borges en Sur. 1931-1980, Buenos Aires, Emecé, 1999, pp. 189-190.
3. “Rasgo increíble y cierto: no hay una escena cómica en el decurso de este film ejemplar. Ignorar a Sandrini, eludir victoriosamente a Pepe Arias, disuadir a Catita, son tres formas de la felicidad que nuestros directores no habían acometido hasta ahora. Claro está que estos méritos negativos no son los únicos”. Cfr. BORGES, Jorge Luis, “Prisioneros de la tierra”, en: Sur, Buenos Aires, Ario IX, N° 60, septiembre de 1939 (publicado en: Borgesen Sur. 1931-1980, op. cit., pp. 197-198).
4. SELCI, Damián, Canción de la desconfianza, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, p. 93.
5. Ídem, pp. 23-24.
6. Ídem, pp. 35-36.
7. Ídem, p. 54.
8. ‘Martín Rodríguez se refiere, con este juicio, al nombramiento de Martín Sabatella en el AFSCA: “respondiendo a su vieja impronta bolchevique que aplicará en el AFSCA, a la zoncera que dice que el progresismo es tibio, se le responderá: no es tibio, es frío”. Cfr. RODRÍGUEZ, Martín, “Balance de la semana en 4″, Ni a palos, Suplemento joven de Miradas al Sur, Buenos Aires, Ario 2, N° 182, domingo 7 de octubre de 2012, p. 8 (Ver el artículo en su blog: revolucion-tinta-limon.blogspot.com.ar).
9. SELCI, Damián, Canción de la desconfianza, op. cit., pp. 65-66.
10. Ídem, pp. 84-85.
11. GRADIN, Carlos, IGLESIAS, Claudio, SELCI, Damián, “Editorial”, en: Planta. 2007-2011. Antología de ensayos críticos sobre arte, literatura, política y tecnología, publicados en los primeros cuatro arios de la revista, con colaboraciones de Pablo Accinelli, Tomás Aguerre, Martín Baigorria, Verónica Gómez, Carlos Gradin, Claudio Iglesias, Violeta Kesselman, Ana Mazzoni, Diego Sánchez, Damián Selci, Fernando Sucari, Paula Torricella, Mariano Vilar, Nicolás Vilela y 10 ilustraciones de Leandro Tartaglia, febrero de 2012, número especial, p. 6.
12. KESSELMAN, Violeta, “`Menemato’ e idealismo”, en: Planta 16, marzo de 2011.
13. GRADIN, Carlos, IGLESIAS, Claudio, SELCI, Damián, “Editorial”, en: Planta. 2007- 2011. Antología de ensayos críticos sobre arte, literatura, política y tecnología, op. cit., p. 7.


.

Notas sobre LA TENDENCIA MATERIALISTA

$
0
0
.

-Reseña de Jorge Aulicino en poesiaargentina.com
http://www.poesiaargentina.com/revista.php

-Reseña de Rubén Sacchi en Desmenuzarte Mejor
http://desmenuzartemejor.blogspot.com.ar/2012/12/la-tendencia-materialista.html

-Reseña de Gustavo Pablos para La Voz del Interior
http://plantarevista.blogspot.com.ar/2012/11/resena-en-el-suplemento-ciudad-x-la-voz.html

-Reseña de Sara Cohen en Ñ
http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/resenas/Tendencia-materialista-Kesselman-Mazzoni-Selci_0_812318789.html

-Reseña de Matías Moscardi en Bazar Americano
 http://www.bazaramericano.com/resenas.php?cod=306&pdf=si

-Reseña de Matías Chamorro en Veintitrés
http://www.paradisoediciones.com.ar/rese%C3%B1as/tendencia%20materialista4.htm

-Reseña de Sandro Barella en ADN
http://www.lanacion.com.ar/1526523-la-poesia-en-objeto

-Artículo de Pepe Eliaschev en Perfil
http://www.perfil.com/ediciones/2012/10/edicion_721/contenidos/noticia_0019.html

-Nota de Gonzalo León en Perfil
http://www.perfil.com/ediciones/2012/10/edicion_719/contenidos/noticia_0003.html

-Texto de presentación de Nicolás Vilela
http://plantarevista.blogspot.com.ar/2012/12/presentacion-de-la-tendencia.html

-Entrevista con Patricio Zunini
http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2012/25437

-Nota de Ivana Romero en Tiempo Argentino
http://tiempo.infonews.com/2012/09/27/cultura-86883-como-fue-la-poesia-escrita-en--los-duros-anos-del-neoliberalismo.php



.

Ya está en preventa INTERCAMBIO SOBRE UNA ORGANIZACIÓN, de Violeta Kesselman

$
0
0

 


// Sobre el libro
¿Qué se entiende por militancia? ¿Cuál es el lugar de una organización respecto del estado? ¿Qué es lo político? ¿Y lo literario? Estas son algunas de las preguntas que sobrevuelan estos seis cuentos del primer libro de Violeta Kesselman. Los relatos, su materia narrativa, están trabajados con paciencia y precisión, y le deben su pericia más a alguna tradición poética que se instaló en los 90, que a la vieja tradición de literatura política argentina. Lo político en estos textos es menos una peripecia, un anecdotario, que un problema del lenguaje literario y una ética militante. Son cuentos cortos, secos y precisos, que están a kilómetros de distancia del realismo costumbrista más convencional, a kilómetros, también, de las convenciones de la short-storie anglosajona que se ha vuelto epidémica en estas tierras. Cada cuento es un problema político y literario, cada problema encuentra su desarrollo en un cuento. Un email leído por uno que a causa de una gripe no alcanza a descifrarlo, la selección del material de lectura para una compra estatal, una asamblea y sus desvaríos, el lento desarrollo de un programa de alfabetización, etc. A su manera, sin negociar con la narrativa contemporánea –sin negociar con lo que la institución periodística, académica y crítica entiende por contemporáneo–, Intercambio sobre una organización es un libro optimista y discute lo que se considera “bien escrito” desde una prosa sólida y argentina.

// Sobre la autora
Violeta Kesselman nació en Buenos Aires en 1983. De 2005 a 2007 mantuvo el blog "Todos los días". En 2006 publicó "el nube" en poesia.com. Junto a Ana Mazzoni y Damián Selci compiló La tendencia materialista. Antología crítica de la poesía de los 90 (Paradiso, 2012). Colabora con la revista Planta.


PARA ADQUIRIR EL LIBRO EN PREVENTA: http://articulo.mercadolibre.com.ar/MLA-453130154-v-kesselman-intercambio-sobre-una-organizacion-preventa-_JM

Blatt & Ríos

Presentación

$
0
0
Se presenta INTERCAMBIO SOBRE UNA ORGANIZACIÓN
de Violeta Kesselman

Jueves 9 de mayo, 20 h
Bar El Cisne (Bulnes y Potosí)

Presenta: Gabriel Cortiñas

Texto de Gabriel Cortiñas sobre INTERCAMBIO SOBRE UNA ORGANIZACIÓN, de Violeta Kesselman

$
0
0
 (Este es el texto que Gabriel Cortiñas leyó en la presentación de Intercambio sobre una organización, el día 9 de mayo, en el bar "El cisne".)

Cada uno de los seis relatos que integran Intercambio sobre una organización deja picando una imagen: el big bang de una orga semiartística y el coqueteo de sus esquirlas con el aparato estatal, el devaneo o viaje mental que emprende una empleada ministeril para seleccionar un libro entre tantos que será recomendado por la secretaría, la historia retrospectiva de una cooperativa que produce anotadores para la intendencia, un grupo de jóvenes profesores explotados y la protoorganización de algo que quisieron parecer a un sindicato, la madre que limpia la bacha después de dormir a su hijo y flashea la nueva colimba blanca del siglo XXI y, por último, un comedor con apoyo escolar –o apoyo escolar con comedor– que tambalea hasta que por fin aparece el Estado denostado para ser abrazado mientras por detrás es negado. Podríamos entender al libro de Violeta Kesselman como la tomografía de un despertar, como el corte seriado de una materia x necesario para la elaboración de un diagnóstico. Imaginemos un médico en situación de consultorio con el brazo extendido hacia la luz y en su mano la filmina tomográfica, en ella hay seis cortes, seis recuadros, cada uno de los relatos que componen este libro. No serían en principio más que una foto radioactiva cuyo fin es informar, pero hay algo prescriptivo en ese objeto, algo que tiene que ver con el espacio de un umbral entre el adentro y el afuera del Estado, una zona por momentos difusa que es a su vez el común denominador de todos los cuentos.
El Estado entonces se devela como la trampa del parecido con el participio pasado del verbo estar, no, estado no, pareciera decir la madre joven, que en el relato “Brigadas universitarias”, arma una férrea y rápida estrategia mientras intenta dormir a su hijo de pocos meses: todos tenemos que dar algo por el todo que nos dieron–pareciera que le canta su conciencia– el Estado no es un padre eterno que da sin esperar nada a cambio, el Estado es también una espera por nosotros, bramaría vapororsa la cabeza de la madrecita que el Estado no se llama “Estado” sino “Estando” y suelta ahí nomás un sueño hermoso delirante detonado por las noticias del día: ver a los niños universitarios citadinos servir en algo más que una tesis de doctorado o los laureles de una atractiva carrera individual. Imagina entonces, el personaje, un contexto futuro en el que el dilema de un voluntariado universitario obligatorio sea simplemente un síntoma medieval: “… desde el vamos el programa existe porque los habitantes dicen: tal tal y tal necesitan esto, ahí es necesario eso otro, dónde está lo de más allá. En cada brigada se fletan un futuro ingeniero, una casi ginecóloga. O un abogado, una agrónoma, dos dentistas. Un traductor, un psicólogo, un analista de aguas, un técnico en sangre. Para ver la factibilidad de casas construidas con, un ejemplo, ladrillo hueco, encimadas unas sobre otras, en el paraje equis, o con, otro ejemplo, barro, adobe o chapa.” (Pág. 61). No es casual, o si lo es ya no importa, que el último relato que cierra el libro termine con tres puntos suspensivos, con un signo de algo en proceso, y que la palabra que antecede a esos puntos sea “municipalidad”.
En otro de los textos la ayuda estatal –denostada pero requerida– dará lugar a la fractura interna del grupo, y una vez más  aparece la capacidad de análisis del sujeto: “Alguna de todas esas negaciones los sedujo a los dos que se fueron. Los tres que se quedaron, más calzados que nunca con sus polars, siguieron machacando contenidos básicos de la escuela primaria, convencidos del error de sus ex compañeros, y también de que, aunque el progreso existiera solamente hasta cierto punto, alguien podía acercarse a unos metros de él por la vía escolar; seguros también de que cualquier cosa que no incluyera una pata estatal era ir a oscuras y hacia la nada.” (Pág. 76). Ese ir a oscuras hacia la nada podría haber sido una fuga autonomista posible en otra época, “…un encefalograma muerto…” (Pág. 70), pero ya no, algo diferente arroja la tomografía que anuncia un cambio de paradigma: “…nada de lo que a primera vista es negro es negro, sino verde oscuro.” (Pág. 15). Imaginamos otra vez al médico-lector que prescribe transitar ese espacio difuso entre lo que es o debiera ser el Estado, transitarlo como quien camina en una cinta 40 minutos al día para no morir de un paro cardioburocrático, salir del Estado pasivo y pasar Estando al Estado gerundio. Por lo tanto, toda capacidad de análisis o comprensión y, a su vez, de resolución debería estar –pareciera prescribir o problematizar esta tomografía– en pos de un objetivo concreto relacionado con una mejora de las condiciones de vida. Ya no más una inteligencia que se “eleve” por sobre una voluntad, sino –como dijo un francés rancio que igual vale la pena leer–: la inteligencia al servicio de una voluntad.
Y si el Estado es lo que está siendo aparece el problema de la identidad de ese Estado, no en término esencialistas –para el caso, esa tradición tuvo su Estado participio, y hasta seguramente su literatura– sino en cómo se piensa el futuro, hacia dónde se quiere ir. Ese umbral estatal que aparece en los cuentos de Intercambio… es el espacio abierto de nuestra época.  Pero no es cuestión de que chirríen, como dice el narrador en uno de los textos, los signos de puntuación, no es cuestión simplemente de tener algo que comunicar sino cómo se comunica; ya que todo recurso es político, el tiempo es en sí un problema que Kesselman expone en este libro, desde cuándo dónde narra el que narra: “A esa altura todavía no había inscripto nada en el ministerio, y por eso todavía no había visto la cara de la chica mirando con mirada boba en la fotocopia del DNI, pero si a esa altura ya la hubiera visto habría podido saber que era casi igual a la mirada que la misma chica, siete años después, estaba teniendo ahora, en una reunión, mientras escuchaba lo que se decía que había que tener para hacer lo que querían hacer.” (Pág. 39). Así, desde el medio, desde un presente no cronológico en el que pasado y futuro están contenidos y en juego a cada minuto como un proverbio andino, y con un fraseo en hora que tuvo puesto el oído en la poesía de los últimos veinte años, el libro de Kesselman hace su aparición.

las reseñas de CANCIÓN DE LA DESCONFIANZA

Crítica del analista político

$
0
0


por Damián Selci

Los blogueros se subieron al caballo de la historia por izquierda –y pretenden bajarse por derecha. Surgieron hacia 2006 y explotaron en 2008, durante la crisis de la 125. Entonces era interesante leerlos. No por el desacartonamiento en la escritura, ni (como se creyó) por la novedad de la plataforma empleada (el 2.0). Era algo más pedestre: en el medio de un intento de destitución, cuando parecía que nuevamente se imponía la Argentina hipócrita, rebosante de moralina y con Santo Biasatti entristeciendo espeluznantemente a toda la población –en el medio de todo esto, los blogueros defendían al gobierno. Cumplían función básica de la política: para el joven protokirchnerista, que descubría como un fogonazo la contradicción insalvable entre Sociedad Rural y el peronismo, y comprendía que, contra todo pronóstico, Argentina podía ser un país interesante para aquellos que tuvieran 25 años, estas páginas representaban en sí mismas un espacio de contención. Hablaban de cosas que nadie hablaba: Kirchner y la vuelta de la política, los misterios del conurbano, los grises de la administración pública, las manipulaciones de Magnetto, el poder de la Sociedad Rural... Eran novedosos, hasta contraculturales, por la independencia de su agenda y la espontaneidad de su aparición. Leer Artepolítica, o a Martín Rodríguez, a Lucas Carrasco, a Ezequiel Meler, etc., resultaba entretenido, pedagógico y hasta esperanzador; esto quiere decir que sus textos permitían imaginar un ciudadano argentino sumamente diferente al que dejaban traslucir las entumecidas, mortuorias columnas de Morales Solá. Para un joven de clase media con un mínimo de sensibilidad, lo peor es la experiencia de su condición pequeñoburguesa; en el medio del revuelo político del 2008, estas páginas volvían inteligible el fenómeno mismo de la politización, y permitían imaginar otra vida, otra juventud.

Esta otra juventud llegó pronto, demasiado pronto, y trajo un nuevo problema. La contradicción político-social entre el kirchnerismo y el conservadurismo se trasladó a la conciencia individual, dando lugar a la cuestión de hasta dónde iba a llegar cada uno en la “toma de partido” por el kirchnerismo. Como es normal, algunos se encuadraron, y otros quedaron sueltos. Unos se fueron haciendo más y más kirchneristas; otros, menos y menos. En términos extremos, unos optaron por la militancia orgánica, otros por el análisis político. La militancia orgánica era la praxis: implicaba aceptar la lógica de la organización, los roles, es decir, hacer política de modo directo, coordinado, colectivo –operar directamente sobre la realidad, siguiendo voluntariamente las directivas de la conducción. El análisis político, en cambio, suponía la persistencia en la teoría: después de haber interpretado que el kirchnerismo era algo distinto de la Sociedad Rural… seguir interpretando; la lectura de la realidad política no se ponía al servicio de la militancia, sino de una carrera en el periodismo político.

Quedaban así delineadas dos figuras: el militante y el analista. Encarnaban respectivamente, y extrapolando un poco, la praxis y la teoría. Con la salvedad de que la praxis no seguía a la teoría, sino a la conducción nacional. Los militantes no actuaban de acuerdo al análisis político de los blogs, sino al de Cristina Kirchner. Ahí empezó la alienación: según todos los comentaristas, la militancia era lo que le faltaba al kirchnerismo –pero cuando la tuvo, era lo que le sobraba. Al principio, el problema era que Kirchner no enamoraba; después, que enceguecía hasta el embrutecimiento. Para el analista, el militante resultaba exageradamente idealista, ya no tenía, para analizar la realidad, ojos distintos a los de la conducción. Contra este fervor dicotómico el analista insistía en el “sentido común” de la reflexión política argentina, que consistía en señalar continuamente la presión de la realidad por sobre las ansias de refundación o transformación: para ser claros, persistía en el hecho de que el peronismo “cambia de color según la ocasión”, y que el momento kirchnerista no era más que eso, un momento (hoy kirchnerista, ayer menemista, mañana sciolista, massista, etc). Pensar lo contrario significaba, por supuesto, caer en la ingenuidad o en el quijotismo. El peronismo es una máquina de conservar poder, tal sería el refrán básico de los analistas, enunciado madre de la realpolitik que le contraponen a la práctica concreta de los militantes kirchneristas. Sin embargo, se producía así una curiosa inversión dialéctica: la realpolitik quedaba del lado de los analistas y teóricos (quienes en principio no hacían política en ningún lugar concreto), y el “idealismo” del lado de los militantes, que estaban sumergidos en el fragor diario de la lucha política… Notemos el refinamiento hegeliano de esta paradoja; lo “lógico” sería que los analistas pidan cosas imposibles y los militantes le respondan remitiéndose a la cruda realidad, pero ocurre precisamente lo contrario: los militantes están convencidos en la necesidad y posibilidad de una transformación radical del país, mientras los analistas los reprenden escépticamente por incurrir en un voluntarismo que no magnifica la verdadera situación política argentina. Esta situación, como es obvio, presupone el lugar común del carácter a-ideológico y camaleónico del peronismo.

El peronismo como pura voluntad de poder que “huele sangre”, que “acompaña sólo hasta la puerta del cementerio”, etc., es un lugar común del análisis político. Hay obvios ejemplos en contrario (la resistencia, los desaparecidos), pero esto al parecer no importa. Lo dice Morales Solá, lo dice Sarlo y lo dice Martín Rodríguez. Conviene detenerse un poco sobre este último nombre. En efecto, Martín Rodríguez encarna el prototipo del bloguero que pasa del kirchnerismo originario a la realpolitik analítica precisamente por negarse a entrar en un esquema de militancia orgánica. Es una referencia central en el universo de los nuevos analistas políticos, y esto porque tiene algo que los demás no: una obra. A diferencia de todos los otros nombres conocidos de los blogs, Rodríguez escribió libros. Poemas, particularmente, que fueron efectivamente leídos por jóvenes poetas argentinos y valorados como tales. Es más parecido a un intelectual clásico tal como lo podía describir Sartre: una persona que desarrolló una obra y luego opina sobre los asuntos públicos; en ese sentido, la obra funciona como un soporte permanente de legalidad para las opiniones variables de la coyuntura. Sarlo no se habilita de otra forma; pero sí Lucas Carrasco o Luciano Chiconi, quienes no tienen otro respaldo que sus propios blogs. Rodríguez es la menos evanescente de estas figuras y de algún modo marca la línea del resto. Primero, lo ya dicho, porque posee una obra; segundo y derivado, porque escribe mejor, rasgo para nada insignificante (la actual importancia de Carlos Pagni se basa en la distinción literaria de sus columnas, no en la certeza o novedad de sus reflexiones). En una palabra, Rodríguez tiene más espesor cultural. Es fácil minusvalorar la importancia del respaldo en una obra –fácil hasta que nos ponemos a examinar el funcionamiento concreto de la vida cultural.

Y bien: Rodríguez es también el caso modelo del adecentamiento del bloguero, y marcó el paso del adecentamiento general por la vía de la reapolitik (por ejemplo, insistiendo en sus críticas contra la militancia kirchnerista, entendida en bloque como un fatigante e impráctico “comisariado semiótico”, y divulgando como contrapartida la idea de un “país normal”, desideologizado, tranquilizado y sin novedades –conducido, claro está, por un peronismo socialdemócrata). Es sencillo ver la pregnancia de estas ideas en las redes sociales. Se trata de nociones conservadoras: hay que terminar con “el bussiness del país dividido” y olvidar la batalla cultural, hay que recostarse en el “peronismo ortodoxo”, arreglar con los bancos, con Clarín, no hay que molestar a la clase media, hay que promover una “salida pacífica” en la candidatura de Massa, etc. Este conservadurismo choca con la inicial adhesión de Rodríguez al kirchnerismo, y sería poco provechoso reconducirlo a cuestiones personales o psicológicas. En realidad, es la posición misma del analista la que incluye el elemento conservador: para decirlo claro, en este momento de la historia argentina, donde se abrió después cuarenta años y treinta mil desaparecidos la posibilidad de militar “idealistamente” en política, o lo que es lo mismo: con una conducción que no va a pactar ni va a traicionar –en este momento, todo aquel que pudiendo optar entre la militancia y el análisis, opte por el análisis, es... realmente algo para lamentar, y supone una postura difícil de sostener, cuyo corolario es la adopción de una postura de realpolitik para la lectura social. En efecto, ¿qué hace falta para que "estén dadas las condiciones" para una adhesión militante, activa, a un proyecto que ha dado sobradas pruebas de enfrentar a los poderes fácticos? Lo lamentable, por cierto, no estriba en el hecho de que ciertas personas escriban en lugar de actuar, sino de que escriban abandonando la posición militante y asumiendo una postura no-kirchnerista, que definitivamente no es por la que comenzaron a ser visibles, ni a volverse legibles. La gracia era que defendían al gobierno –y no su apuesta por conformar una nueva generación de analistas políticos "sensatos".

Elegir hoy la carrera de analista político es algo sumamente extraño; sobre todo, bastante anticuado. En los 90, sin dudas, no había otra opción. Los interesados en la política, o bien se plegaban cínicamente a la traición de los sectores populares, o bien se refugiaban en el progresismo, más exactamente en los diarios (o en las cátedras de ciencias sociales). La profesión del analista político, en términos históricos, tiene sentido como táctica de repliegue: cuando no se puede actuar directamente, y por ende no es posible asumir responsabilidades respecto de ningún colectivo, entonces se publican las opiniones personales a fin de, por lo menos, sentar una posición. Pero hoy, cuando como nunca están dadas las condiciones para la praxis directa (un proyecto claro, una conducción indiscutida, organizaciones con mística, garantías democráticas), contraer el rictus del análisis político y publicar cualquier cosa que se nos venga a la mente (autocríticas, matices, objeciones al microclima, al verticalismo militante, críticas a los "ultraideologizados", etc.) para “estimular el debate interno” (¿debate “interno” publicado en redes sociales?) se explica fundamentalmente por el miedo de ingresar en un colectivo respecto del cual uno deba responder. Por esa razón, la realpolitik es temor –básicamente, temor de que, cuando el kirchnerismo termine, los idealistas sean expulsados de la vida política y cultural, y de algún modo mueran.

Por todo lo anterior, no es raro que la figura de Massa encarne el nuevo objeto de pasión de muchos blogueros, devenidos analistas políticos de profesión. En efecto, Massa es el discurso del miedo: no en el sentido de que genere miedo, sino de que el enaltecimiento desideologizado de su candidatura palia el temor de comprometerse directamente y arriesgarse a ser considerado un “impresentable” en el porvenir –porvenir que avizoran negro. Pero con esto se pierden de hacer la experiencia histórica de su generación. Lo cual resulta difícil de entender, ya que con ello (y contra lo que parecen suponer) van perdiendo interés. Lucas Carrasco era un provocador cuando estaba en el kirchnerismo; afuera, parece un periodista más. Perdió la "locura" constitutiva del kirchnerismo. Ahora es sensato. Este moderantismo generalizado termina en funcionalidad directa con Clarín. Hoy, a diferencia de lo que ocurría hace un par de años, Luciano Chiconi puede ser citado como una referencia por Clarín (su post sobre el "municipalismo"). Es difícil ver el interés provocador, rejuvenecedor y refrescante de ser utilizado por los poderes fácticos. O sin ir tan lejos, el de hacer comentarios políticos a las doce de la noche en una FM cualquiera, y publicar textos en medios opositores. En otras palabras, se desprendieron de su aspecto novedoso, contracultural, y van camino a formar parte del elenco estable de la cultura conservadora argentina –aunque sin el peso de figuras como Ricardo Roa o Mariano Grondona: un análisis político no es interesante por la lectura que presenta sino por el poder real que representa; en otras palabras, el análisis político, o bien expresa la postura de la fuerza social en la que se apoya, o bien es un juego cansador de ocurrencias. Cuando los blogueros eran kirchneristas, expresaban algo concreto, la fuerza social popular. Ahora no expresan eso, y entonces vierten una versión descafeinada y confusa de la ideología dominante. Lo cual constituye una pérdida para todos... ahora tenemos que volver a leer a Morales Solá –dado que los analistas blogueros escriben lo mismo que él: el peronismo es camaleónico, al argentino le encanta el dólar, la izquierda peronista es peligrosa, se debe terminar con la inútil confrontación, no se puede vivir mirando el pasado, Clarín en realidad es un gran diario.

NO HAY “BUSINESS DEL PAÍS DIVIDIDO” –EL VERDADERO NEGOCIO ES EL “PAÍS EN CRISIS”

$
0
0


por Damián Selci

Un joven ciudadano argentino se levanta a la mañana, prende la computadora y lee: “hay que terminar con el business del país dividido”. ¿Qué debe entender? Que la batalla cultural, el relato, la confrontación, la polarización, no conmueven ni convencen: serían solamente el negocio simbólico de unos charlatanes que “ya no tendrían de qué vivir” una vez concluida la etapa kirchnerista. Semejante desenlace, por otro lado, estaría al caer: un nuevo tiempo histórico se anunciaría en el horizonte, un tiempo no antagónico, más pacífico, menos ideológico, más viable. En otras palabras, un perfumado pero falso 1983, apoyado en una épica moderada y provisto de su respectiva “teoría de los dos demonios” –ahora aplicada al kirchnerismo y a Clarín, esos enemigos fanáticamente enredados en su guerra de elites, combatiendo a espaldas de la gente, etc. Y bien, después de pensarlo un poco, el joven ciudadano argentino entiende el mensaje: lo que le están vendiendo es un neo-alfonsinismo pragmático, sin Trova Rosarina ni levantamientos carapintadas, cuya máxima reza: “con la unidadse come, se cura y se educa”. Así la Paz sería, volvería a ser la base de la Administración (también a la inversa: sólo con Administración tendríamos Paz).

Pero la tesis de que “un país dividido no resulta viable” es mentira. Simplemente falsa –Estados Unidos, por ejemplo, está efectivamente “dividido” en republicanos y demócratas; los primeros tienen un 40% del electorado, los segundos un 45%, y el resto oscila y define al presidente. Como todos sabemos, los republicanos son muy distintos a los demócratas; tienen concepciones diametralmente opuestas no sólo acerca de cómo debe manejarse la política tributaria o la salud pública, sino también sobre los derechos de los homosexuales, el rol de los afroamericanos, la crianza de los hijos, etc. Mutuamente se enfrentan siempre que pueden. Ahora bien, ¿Estados Unidos es un país “inviable” por esto? No parece. ¿Lo es Inglaterra, dividida política y socialmente entre laboristas y conservadores? ¿Y Francia, partida entre una centroizquierda atea y una centroderecha ultracatólica? Es reconfortante, reconfortante pero ilusorio, pensar que no existe la discusión política acalorada en estos países –a los cuales no podríamos calificar de “inviables” probablemente en ningún sentido del término. Naturalmente, la institucionalidad actual de Estados Unidos es producto de luchas internas del pasado ya saldadas, lo cual brinda un piso de “normalidad” más que evidente; pero la discusión, la división, la batalla cultural no es de ninguna manera un negocio, y la calificación de “business” debería ser descartada in limine como un exabrupto fuera de lugar. La discusión política es una práctica cultural característica de la civilización moderna, que los ciudadanos pueden ejercer educadamente, esto es, con pasión y sin recurrir a la violencia verbal o física –tal como puede leerse en el relato de Joyce “Efemérides en el comité”, donde un grupo de militantes, en plena campaña para las elecciones municipales, debate febrilmente sobre el legado de Parnell: para cerrar el altercado, uno de ellos recita un poema en honor a líder revolucionario, y luego le preguntan al conservador si las loas le parecen buenas o malas, a lo cual éste responde: “Una fina pieza literaria”.

No hay ningún “negocio del país dividido”. El verdadero “negocio” (del establishment) es el país en crisis–ahora podemos por fin (quizá) hablar literalmente. Las clases dominantes argentinas han tenido una sola idea en la historia, un solo intento serio por construir un Orden Social (esto es, un modelo económico que tuviese su correlato superestructural en una institucionalidad duradera): el modelo agroexportador. Duró desde 1880 hasta 1930. Luego, no se les ocurrió nada más. Desde entonces la única “política económica” que se permitieron fue la especulación mediante crisis recurrentes. La mecánica es conocida: obtener dólares con la exportación de materias primas, acumularlos fuera de la banca pública, presionar al gobierno para forzar una devaluación de la moneda, en otras palabras provocar una crisis–y luego, con los dólares atesorados, el peso devaluado y el presidente depuesto, comprar todo a mitad de precio… Del lado del pueblo, desocupación y pobreza; del lado del establishment, ¡dólares contantes y sonantes!, ahorrados celosamente en cuentas en el exterior, con los cuales se financia la bendita “reactivación” –el reinicio del ciclo económico, con la pequeña salvedad de que, por la crisis, los salarios están por el piso y la acumulación de capital se realiza con todo esplendor y sin ningún riesgo. Debemos notar que, célebremente, la recurrencia de esta práctica no le ocasiona al establishment el menor inconveniente moral (de hecho, la blanquean: en una entrevista del 31 de agosto para La Nación, el periodista define al pasar al banquero Jorge Brito como alguien que “creció en las crisis”, como si fuese natural hacerse millonario con la quiebra del país y la miseria de la gente). Por supuesto, la crisis puede ser un excelente negocio, pero no constituye un modelo económico en ningún sentido del término (ni liberal, ni conservador) y su aplicación supone una premisa política siniestra: la inestabilidad institucional, la fatal necesidad de que los presidentes (democráticos o militares) vuelen por el aire cada cierta cantidad de tiempo –cada vez que los precios de la economía vuelven a ser relativamente altos. Sin proyecto desde hace casi un siglo, el establishment se limita a saquear y especular; este negocio dinamita la posibilidad de instaurar algún orden social en la Argentina y, por consiguiente, es lo contrario de la paz. Basta con observar la historia de la sucesión presidencial en nuestro país.

En el actual contexto político-económico, la idea del “business del país dividido”, ¿qué puede revelarnos, aparte de una nueva prueba de la identidad dialéctica entre pedantería y candor? ¿Sergio Massa va a poner paños fríos en las discusiones entre el sobrino kirchnerista y el tío macrista? Sobre todo, ¿cuál es el problema? Los que piden calma entonando salmodias pacifistas al estilo de Nelson Castro, pero también los que se ríen de la batalla cultural y la parodian incansablemente en sus cuentas de Twitter, en realidad exigen algo más intranquilizante y menos gracioso: que los kirchneristas se callen la boca (cosa que puede evidenciarse toda vez que alguien les discute algo: van de la distancia irónica a la indignación de peluquería –y vuelven, como un péndulo). Hipnotizados por su propio ingenio, se entretienen reclamando el retorno del aburrimiento, los políticos grises, los ministros-fusible, los temas tabú… ¿Así es el país que quieren? Amén del hastío cultural que genera la sola idea de vivir en una nación donde no se puede discutir sin ser estigmatizado, es preciso desgarrar el velo ideológico que permitiría semejante hegemonía del sosiego: la “paz social”, que significa la eliminación de los conflictos político-económicos, o bien es el resultado del triunfo aplastante de una fuerza social sobre otra, o bien es una ficción narcótica que nubla la confrontación sin disolverla: y esto último sólo puede lograrse mediante una cosa, la Deuda. Para eliminar las retenciones sin producir la quiebra instantánea del fisco, hay que endeudarse. De tal modo, por ejemplo, “el campo se reconciliaría con el conurbano”. Muy bella imagen. Esta es la congruencia sombría entre el budismo verbal de Massa y el programa económico que esbozó en sus reuniones con empresarios: la base material de la Paz no es la Administración (o sea, la “gestión”), sino la Deuda –porque la única forma de tener a “todos contentos” es eximiéndolos de pagar impuestos, cosa que obviamente genera un agujero fiscal cuyo llenado deberá realizarse de algún modo. Acá está lo que los autodenominados pos-kirchneristas, con todo su romanticismo a cuestas, no llegan a pensar: cuál es el instrumento económico que destrabaría la confrontación supuestamente “inútil” en que se enfrasca el kirchnerismo.

El “negocio del país dividido” no es más que una apariencia que distrae a los lectores sobre la acechanza del verdadero e histórico negocio del establishment: la crisis. El reciente editorial de la revista Crisis (publicación que, como se verá, no logra comprender su propio nombre: ver acá) es una muestra palmaria de esta desorientación: una vez manifestada la inquietud de “entender la época”, los editorialistas se compran entera la agenda Clarín-Massa y nos hablan un poco poéticamente de la corrupción, “la crisis que corroe los salarios”, la promesa massista de “reconciliar república y peronismo”, “menos relato y más cloacas”, “cierto fondo de verdad que clama por un capitalismo previsible y viable”, todo esto basado en una premisa: “Moral y gestión son las dos palabras del momento”. La redacción sentenciosa, solemne y llena de lugares comunes cohíbe el pensamiento de los editorialistas al punto de presentar la sucesión política desde el 83 en adelante como una serie inocente donde los relatos alfonsinista, menemista y kirchnerista “caen por la economía”, sin preguntarse en ningún momento cuál es el negocio que el establishment busca en cada caso. Podríamos pensar: ¿les falta agenda, o son oportunistas que se acomodan para donde sopla el viento? –pero esto es secundario: lo importante es que (al igual que la mayoría de los analistas políticos) carecen de una noción conceptual-histórica de lo que requiere un orden social para instituirse. Y por ende se inhabilitan para formular la cuestión de fondo: dado que en la Argentina “el negocio es la crisis económica”,  la principal amenaza para la constitución de un orden social “normal y previsible” no proviene del pueblo ni de la batalla cultural kirchnerista, sino del establishment. Esto es lo que habría que pensar.

El fin del realismo. (Reseña de INTERCAMBIO SOBRE UNA ORGANIZACIÓN, de Violeta Kesselman)

$
0
0
por Pablo Natale, para La voz del interior 
(septiembre 2013)



Hay un cuento largo, brillante y tedioso de Foster Wallace en el que retrata una reunión de marketing en una jerga críptica y alucinada; están los poemas de Gambarotta, García Helder y, sobre todo, Poesía Civíl, de Sergio Raimondi, el mejor libro que une poesía, industria, economía y Estado en estas tierras; están aquellos momentos luminosos y agobiantes de la prosa de Juan José Saer, cuando le dedica páginas y páginas a la descripción de, por ejemplo, un partido de billar, y finalmente está El campo y la ciudad, aquella obra clave en el pensamiento de Raymond Williams. Citando esa tradición, en los seis cuentos de Intercambio sobre una organización, el primer libro de Violeta Kesselman, no leemos la historia de amor entre tal y cual, el cuento de la princesa tal, los días anémicos y vacíos del joven XXX, ni las grandes e inverosímiles aventuras del doctor XXY. En una prosa programática que actualiza las diferentes variantes literarias de lo que se ha dado en llamar “objetivismo”, Kesselman pone el centro de atención en la militancia, la pobreza, el cooperativismo y los dilemas, tensiones y conflictos en los procesos alternativos de organización y producción. En sus tesis sobre el cuento, Ricardo Piglia afirmaba que un cuento siempre cuenta dos historias: por ejemplo, el relato (1) de un tipo que va al casino, que esconde y construye a su vez el relato (2) de su suicidio. La operación narrativa de Kesselman consistiría en lo siguiente: el tipo tiene o desearía tener alguna relación administrativa con el Estado. El lugar al que va no es el casino, sino a una reunión de personas que buscan formar una cooperativa que produce y vende anotadores. La narración no se preocuparía en construir el relato del suicidio futuro del tipo: Kesselman dejaría abierto un final relativamente positivo o negativo y se centraría en los problemas, decisiones, dudas, inconvenientes burocráticos y agentes que intervienen en la formación de la cooperativa y en la elaboración de anotadores. “Prehistoria productiva de un objeto”, se llamaría (y de hecho se llama) el relato. Lo que importa no son los individuos y sus pasiones novelescas, sino las decisiones que se toman y se sostienen en sentido colectivo en los sistemas alternativos de organización, parecería decirnos Kesselman. Había una vez el capital, dijo alguna vez Carlos Marx: Kesselman nos recuerda que ese es el fantasma que sigue soplando detrás de nuestras vidas.

El liderazgo de Cristina

$
0
0
-Las dos posturas ante el liderazgo de CFK. -Importancia o falta de importancia de Alejandro Fantino. -El Frente Renovador y el delicado problema de la corrección política. -Kirchner, Magnetto, Pynchon y el triunfo cultural de la izquierda peronista. 

por Damián Selci


1- La tediosa construcción cultural del autodenominado “poskirchnerismo”

El último mes fue sumamente pródigo en eventos de repercusión más o menos enorme: el accidente del Sarmiento, su posterior estatización, la entrega récord de 130 mil créditos para viviendas, los hechos de violencia política contra Bonfatti, Milagro Sala y Jesús Salim, la pérdida de reservas del Central, el accidente de Gioja, las elecciones parlamentarias, el histórico fallo de la Corte… Lo notable es que todo esto ocurrió con la principal figura política del país, Cristina Kirchner, cumpliendo un mes de reposo médico. No debe haber muchos precedentes de un primer mandatario argentino fuera de la arena pública por tanto tiempo. Esta circunstancia fortuita se adhirió a la actual imposibilidad que tiene la presidenta de presentarse a un nuevo mandato –para muchos analistas, fue como si la convalecencia presidencial hubiese adelantado una imagen del futuro; esta fascinante visión, sumada a una interpretación digamos “finisecular” de las elecciones, desató intrigas, reclamos, especulaciones, declaraciones enigmáticas, teorías periodísticas, reuniones contranatura, y por supuesto, varias candidaturas naturales o artificiales, puntuales o apresuradas. Pero el caos, incluso el argentino, puede ser ordenado. Todo reside en preguntar una misma cosa a cada uno, “quién te conduce”.

Para decirlo en forma drástica (porque las elecciones, cuando se gana y cuando se pierde, son drásticas), en Argentina existen actualmente dos posturas y sólo dos: o bien se respeta el liderazgo de Cristina, o bien no se lo respeta –en cuyo caso el “líder” será otro (y habrá que especificarlo, por mera cortesía intelectual). Esta es la cuestión política de fondo. Gana pertinencia en la medida en que irrumpe el tópico de la sucesión presidencial. Los ex kirchneristas suelen esquivar el tema. Es algo para lamentar. Y esto dicho sin la menor ironía. Basta verlo a Facundo Moyano, que pasó del kirchnerismo a la lista de De Narváez y ahora al Frente Renovador. En privado quizá alegue que estos movimientos son simplemente tácticos; que no hay un acuerdo profundo que lo esté reuniendo con un capitalista privatizador y antiobrero como De Narváez. Sin embargo, ninguna táctica es gratuita, y el constante cambio de táctica sale muy caro. Es la lección cristalina que dejó Kirchner: la táctica sin convicciones hace que se pierda credibilidad, se malgaste tiempo, se sacrifique la construcción, disminuya el poder.

Lo mismo corre para los comentaristas y blogueros que se abrieron del kirchnerismo. Es evidente que ya no respetan el liderazgo de Cristina, dado que sus textos están apuntados a dañar al gobierno, ya sea por su gestión o por su política, a la vez que encumbran opositores y posibles continuadores. Últimamente los blogueros ingresaron en una segunda fase: elaborar la fundamentación cultural de una hipotética presidencia de Massa o de algún peronista que “supere” la etapa kirchnerista. Luego de la probable voluptuosidad experimentada por desaprobar a 678 y a Carta Abierta, se pusieron a escribir artículos y propagar declaraciones sobre la importancia del programa de Fantino, de Eduardo Feinmann, de Rial. Con una maniobra que habría que calificar de ladina si pudiera engañar a alguien, argumentan sobre el fin de la batalla cultural y al mismo tiempo erigen unos íconos culturales para defenestrar otros. Ahí radica el primer defecto de estas glorificaciones, la incoherencia del planteo. Es lo mismo que Macri cuando dice que él no hace política y simplemente gobierna. El segundo defecto tiene mayor importancia y concierne al contenido. Cómo decirlo… resulta un poco “decepcionante” que nos presenten a Fantino y a Feinmann como los íconos culturales de una nueva época por venir. La verdad, no dan para tanto. Son conductores de televisión. Existen hace mucho, irrelevantemente hace mucho. Hay que estar harto de todo para encontrarles la gracia. Por supuesto, en un principio estas ponderaciones se redactaron en broma, seguramente para molestar a los progresistas, que todo lo leen. Pero después se volvieron una costumbre, es decir que se “objetivaron” y perdieron el espíritu irónico hasta convertirse en aseveraciones directas. Como decía Pascal a los no creyentes: hagan los rituales de la creencia, recen todos los días aunque no se les venga ningún pensamiento piadoso a la mente –y la creencia llegará sola. Los blogueros practicaron tanto el ritual pascaliano de la pose conservadora que terminaron por identificarse con ella. Aún no lo asumen del todo. Les falta poco. Ya empezaron por ofrecernos un futuro aburrido, donde Feinmann se vuelve alguien interesante, donde la dirigencia política no pronuncia una sola frase con contenido, donde los escritores publican loas a Fantino, en fin, una cosa de lo más insípida [1].


2- El Frente Renovador Anticomunista y el lenguaje de la democracia

El otro inconveniente es que los blogueros massistas niegan la batalla cultural mientras Massa la revitaliza; quizá no haciendo un alarde de habilidad o de buen gusto, pero la revitaliza. Días después del fallo de la Ley de Medios y de haber firmado la aparatosa “Declaración de Chapultepec”, Massa declaró el 3 de noviembre en El día: “La mirada de Sabbatella, por su formación en el Partido Comunista, es la de creer que el Estado tiene que tener una voz única en el sistema de información hacia la gente (…) está bueno que estén representadas todas las voces, en la medida en que no prime el pensamiento comunista de la voz única”. Gustavo Posse, aliado suyo, ya había declarado en FM Millenium que “Sabbatella es un comisario de la dictadura”, lo cual “seguramente tiene que ver con su origen comunista en el sentido de que no valoran el derecho constitucional a la propiedad”. Interesante, pero, ¿dónde quedó la post-ideología, los problemas de la gente, la gestión en el barro del territorio, manteniendo siempre lo bueno y nunca lo malo? Contra lo que nos dicen bíblicamente o talmúdicamente los blogueros massistas, y de acuerdo a lo que se puede leer en las uniformadas declaraciones de los dirigentes renovadores (evidenciando que se trata una línea política y no de un exabrupto personal), vemos que Sabbatella no es cuestionado por su gestión (en AFSCA o en Morón), sino por haber militado en la Federación Juvenil Comunista. Lanata también resaltó este dato en su emisión dominical. Es curioso. Los escritores massistas se quejan de la referencia constante a los 70 y Massa descalifica (o pretende descalificar) a una persona por ser comunista. Muy raro. Quizá no lo sepan, pero se salieron de la corrección política. Subrayemos esta idea, convencionalmente ausente de las preocupaciones de muchos dirigentes y opinadores. Vamos a decirlo rápido: en Argentina, hay ciertas palabras que no se pueden usar como descalificaciones. No son demasiadas: “subversivo”, “marxista”, “montonero”, “comunista”, “judío”, “zurdo”. La razón es simple: eran las palabras que usaba la dictadura genocida de 1976 para injuriar a sus oponentes, a los que luego asesinaba en forma ilegal. Por eso no se pueden usar. El que lo hace, cae por fuera de la democracia. Constituye un hecho grave, que no fue debidamente repudiado a causa de la protección mediática que circunda al diputado: Massa empleó el viejo lenguaje de la dictadura con el objetivo de descalificar a un adversario democrático. Debería pedirle disculpas a Sabbatella. También a las Madres y Abuelas, y a los treinta mil desaparecidos. Una violación del idioma del consenso democrático, que acaba de cumplir 30 años. Independientemente de que lo haya hecho con el miserable objetivo de pagar sus deudas publicitarias con Clarín, lo cierto es que dio un espectáculo desagradable y tenebroso. Mientras tanto, los massistas culturales deberían llamarse a reflexión. ¿Y si el verdadero correlato cultural del massismo no fuese la sobreactuada candidez de Fantino, sino un nostálgico anticomunismo rancio y criminal que sobrevuela como un fantasma por la Primera Sección? ¿Están seguros de que desean vivir en un país donde la palabra “comunista” sea un agravio? ¿Como en el 76? Los blogueros massistas suelen quejarse de la “persecución ideológica” que el kirchnerismo practicaría sobre ciertos aliados del peronismo. ¿Cómo calificar las declaraciones anticomunistas de dos exponentes principales del Frente Renovador, sino como “persecución ideológica” en estado puro? Haciendo gala de su inocencia, querrán alegar que las acusaciones de Massa contra Sabbatella son una “reacción” contra el “comisariado ideológico” que ellos debieron padecer antes, cuando el kirchnerismo sacaba el 54% de los votos… El inmenso error de este planteo reside en el hecho bastante obvio de que los lenguajes en juego no son simétricos. El lenguaje político de la derecha peronista (“zurdo”, “bolche”, “comunista”) fue funcional a un genocidio y está muerto históricamente. En el lenguaje de la izquierda peronista (“facho”, “burócrata”, “milico”) reverbera el heroísmo de la resistencia legítima de un pueblo contra una dictadura, y la prueba es que cualquiera lo puede usar –es decir, es políticamente correcto.


3- El triunfo cultural de la izquierda peronista

La declaración de constitucionalidad de la Ley de Medios señala el máximo triunfo cultural del kirchnerismo. El Ejecutivo primero, el Legislativo después y por último el poder Judicial antepusieron el interés público al interés para-estatal del Grupo. No había pasado esto en los significativos treinta años de recuperación democrática, que se cumplieron por estos días. Por primera vez, el Estado es más que Clarín. Por primera vez, se puede decir que en Argentina las instituciones funcionan. Por supuesto, diferentes comentaristas han intentado bajarle el precio a la disputa del kirchnerismo con Clarín. Pero equivocaron por completo el sentido de lo que significa la “batalla cultural”. Quizá sea momento de aclararlo. El propósito básico (no único) de Néstor Kirchner y Cristina Kirchner ha sido fortalecer al Estado. Su clarividencia consistió en descubrir que el poder del Estado sólo podía crecer a expensas del poder de Clarín. Esto es lo que está en discusión cuando se habla de batalla cultural. No se trata solamente de favorecer a las radios comunitarias. Se trata de la percepción genial de que el nuevo Estado y el viejo Clarín son entidades incompatibles. O bien Clarín se transforma en otra cosa, o bien el Estado retorna a su histórico raquitismo impotente, es decir, a su falta de credibilidad.

Se trata de una contradicción acerca de lo que debe ser el Estado. Kirchner elaboró un concepto de Estado que colisionaba con el que había preparado Magnetto. Para Magnetto, el Estado real era Clarín. Después había un débil y quebradizo Estado formal por el que se peleaban los candidatos a presidente, cuya candidez sólo podía inspirar, y sólo al principio, piedad. Para Kirchner las cosas eran sumamente distintas. El Estado formal tenía que coincidir con el Estado real. En otras palabras: había que terminar con el sentimiento argentino más antiguo –el sentimiento de que el Estado era una mera herramienta policial-represiva y que el poder verdadero siempre estaba en otra parte: en conjuros, conspiraciones, intrigas secretas, nombres desconocidos… En El arco iris de gravedad (1972), Thomas Pynchon lo expresó con una nitidez y una penetración que nunca exhibió Beatriz Sarlo en sus copiosos libros sobre historia y cultura argentina: “La conversación de aquella noche en el espacio de acero estaba llena de eses y de íes griegas palatales, llenas de la peculiar y renuente amargura del español argentino, moldeado por años de frustraciones, de autocensura, por prolongadas evasiones indirectas de la verdad política, a fuerza de hacer que el Estado viviera en los músculos de tu lengua, en la húmedad intimidad de tus labios… pero ché, no sós argentino…” No sos argentino. No sos ciudadano argentino. El problema histórico del Estado argentino reside en que, demasiadas veces, dejó a sus propios ciudadanos sin ninguna protección constitucional. Esto ocurrió durante los gobiernos oligárquicos que tardaron veinticinco años en concederle las elecciones a la UCR, pero especialmente durante las dictaduras del siglo XX, donde la “ciudadanía” se perdía con gran facilidad, y también con facilidad la vida. El colmo de esta desprotección se vivió en la última dictadura, cuando el Estado ni siquiera se dignaba a registrar legalmente las ejecuciones de sus ciudadanos. Las instituciones habían desaparecido completamente. En su lugar estaban Clarín y los militares.

Este contexto nos permite comprender la enormidad del triunfo de la izquierda peronista: hecha jirones, la generación diezmada de los 70 llegó al poder, y curiosamente no se dedicó (como fantaseaban Magdalena Ruiz Guiñazú o Lorenzo Miguel) a conducir al país hacia la anarquía social-institucional, sino que muy por el contrario se dio la tarea de reconstruir el Estado y sus instituciones. Y lo logró. Cristina Kirchner puso a Clarín bajo jurisdicción de las leyes argentinas. Empieza una nueva época –ese fue el triunfo cultural de la izquierda peronista: la existencia del Estado y la credibilidad de las instituciones.

Ahora queda, dirán algunos, recomponer el sistema político y fortalecer a los partidos. Nuevamente, es el kirchnerismo quien comenzó la tarea. Los que quieren que la política se “ordene” o se “enfríe” suelen aducir que “no todo es política” y critican al kirchnerismo por su exaltación discursiva constante. Pero en caso de que sea cierto que “no todo es política”, entonces la política debe estar en los partidos y las organizaciones; y los partidos precisan de militantes orgánicos que lleven adelante las directivas de la conducción y no se larguen por afuera a la menor oportunidad. Cansa insistir en estas obviedades. Pero los que desprecian a la militancia kirchnerista por su verticalismo y a la vez reclaman un “sistema de partidos fuertes” están incurriendo en una postura totamente ilógica. Los partidos sólo pueden ser fuertes si tienen una estructura orgánica consistente que los militantes respetan. Aun cuando pierden. En otras palabras, la candidatura de Massa fue contraria a la salud del sistema político, dado que rompió con el Partido Justicialista y armó un experimento nuevo. Puede que funcione, pero su actitud inorgánica (basada únicamente en sus ganas de ser presidente ya mismo) debilita los partidos políticos. Vamos con más obviedades: Merkel es una “militonta”, Obama es un “militonto”, es decir, respetaron la orgánica de sus partidos, no se fueron cuando perdieron una elección, hicieron todo el camino interno, adoptaron el verticalismo, obedecieron a su conducción. Pero en Argentina se da la curiosa circunstancia de que los analistas políticos reclaman por un lado partidos sólidos y por otro lado le solicitan a los jóvenes que “corran por izquierda a la Presidenta”, que “tengan agenda propia”, “no sean aplaudidores”, “no sean consumidores de poder”, etc. Es esquizofrénico. Exigen un sistema de partidos mientras tocan la guitarra en el Foro Social Mundial.

Y el corolario final de estas reflexiones es que, nuevamente, la previsibilidad y la estabilidad hoy sólo pueden provenir del liderazgo de Cristina. Independientemente de que vuelva a ser presidenta luego de 2015. Hay que tener en cuenta que puede haber presidentes peronistas que no sean líderes populares (Menem). Y más todavía, hay que recordarse continuamente que los peores momentos del pueblo argentino tuvieron lugar entre 1974 y 2003, es decir, después de que muriera Perón y antes de que asumiera Néstor. Esos treinta años fueron los más destructivos, los más empobrecedores, los más criminales. En cambio, siempre que el pueblo tiene líder, avanza. Obtiene conquistas sociales, se vuelve más consciente, vive mejor. Y el liderazgo lo tiene Cristina. Se lo ganó. Hay que defenderla. Atacar su conducción, desoírla, es jugar para la derecha voluntariamente o cometer una irresponsabilidad.






NOTAS

[1]O bien loas a Jorge Asís. Este culto reciente merece comentario. Lo que escritores y opinadores rescatan de Asís es (parece ser) su antiprogresismo. En realidad hay algo más: su postura de “escritor quebrado” –el intelectual cínico que se vende por plata y lo hace orgullosamente, rompe para siempre con su ideario de juventud y pretende que su traición valga por un gesto ético. Tanta fascinación genera que algunos llegan a imitar con éxito su pésimo estilo (uno de los reproductores más conspicuos de esta prosa altisonante, llena de comas, de unimembres sentenciosas, de palabrejas supuestamente “elegantes” y de apodos irreflexivos como “Macri, el Niño Cincuentón” o “Cobos, el No Positivo” es, por supuesto, Lucas Carrasco). Pero los opinadores poskirchneristas no notan que para ser un “quebrado” como Asís hay que haber militado en el PC, haber sido proscripto por Clarín y luego haber abrazado la traición menemista y el neoliberalismo (porque, dicho sea de paso, si Asís exhibe un halo de transgresor cultural, de silenciado maldito, eso no se debe a su pasado menemista y no se puede achacar al progresismo, sino que fue causado por una novela y la responsabildiad cabe a Clarín y La Nación: fueron estos diarios los que durante casi treinta años se prohibieron mencionarlo en sus páginas, como represalia por la novela Diario de la Argentina, en la que Asís ventilaba internas periodísticas de la redacción de Tacuarí). El cinismo de Jorge Asís indica algo: pasó de los ideales revolucionarios a las palmeras de Miami. Todo a conciencia. El de los poskirchneristas, ¿qué expresa, aparte de aspiraciones, inexperiencia, aire?  Su verdadero precursor no es el mal escritor Jorge Asís, sino el mal escritor Juan Terranova, quien hizo fama declarando, festivamente, “Los desaparecidos me chupan un huevo”. Pero no había militado en el PC durante los 70 ni después, así que no importó.

Una birra en la placita

$
0
0
-El naturalizadísimo enrejado de las plazas. -Guardias porteños de seguridad cuidando espacios verdes. -¿Dónde están los lectores de Foucault, ahora que los necesitamos?

por Charly Gradin 


¿Para qué sirven las rejas? Se da por sabido. Sirven para cuidar los espacios. Evitan el vandalismo. Mantienen limpio el pasto. Son aspiraciones a las que es difícil oponerse. De hecho, las rejas proliferaron en los últimos años sin mayores resistencias. Fueron impulsadas por el Gobierno de la Ciudad, como respuesta a una demanda implícita de orden y seguridad. Y la ciudad pareció acostumbrarse a ellas. Desde entonces, las rejas  inauguraron un virtual toque de queda. Por las noches la ciudad queda cada vez más desprovista de plazas. Se las desaloja al caer el sol como si se convirtieran en parajes inhóspitos de los que fuera necesario protegerse. Y las rejas se siguen instalando, aunque jamás se intente especificar a quiénes están destinadas o por qué son el único recurso para luchar contra esos vándalos y su -más que curiosa- afición por destruir o ensuciar.

Ahora, salir del trabajo o el hogar equivale a ir a lugares rodeados de rejas- o barrotes. En los areneros los chicos juegan en espacios enrejados, rodeados a su vez de rejas más grandes. Debe haber pocas cosas más frustrantes que pretender atravesar una plaza y descubrir que la puerta de ingreso está rota y clausurada, por lo que es preciso hacer un rodeo para entrar. Y, una vez adentro, esperar que ese día los encargados de cuidarla hayan decidido abrir todas las entradas para que podamos salir sin hacer otro desvío. Sobre todo, las rejas se vuelven absurdas al pasear por Buenos Aires una noche de verano. Al caminar, por ejemplo, por la vereda de Plaza Almagro para encontrarnos ante un predio lleno de bancos y mesas vacíos a los que no podemos acceder. Antes de las rejas, las plazas representaban una porción de la ciudad -la última, quizás- disponible todo el tiempo para todas las personas. En una ciudad cada vez más privatizada, las rejas nos obligan a renunciar de antemano a la posibilidad de pensar el sentido de los espacios públicos. (¿Cuántos estudiantes -universitarios, terciarios, secundarios- leen a Foucault cada año en Buenos Aires? ¿Cuántos periodistas se aprovechan de sus ideas sobre el “panóptico” y las “sociedades disciplinarias”? ¿Cuántas charlas de bar desembocarán tarde o temprano en especulaciones sobre el devenir micro-fascista de alguna práctica social instituida? Y sin embargo, ¿cuántos intentos hubo en los últimos años de convertir el problema de las rejas en un desafío teórico, una pregunta estética, un problema político, o una duda, al menos?)

No se trata sólo de esa escena: parados en la vereda, agobiados por el calor, del otro lado de una reja que nos impide sentarnos en los bancos, acercarnos a los árboles. La Plaza Almagro cerrada obliga a quedarse en la calle o pagar por un lugar en la mesa de un bar. Pero las plazas de noche también fueron espacios de reunión en 2001, cuando las asambleas de vecinos empezaron a juntarse tras las caída del gobierno de la Alianza. Muchas de ellas empezaron convocándose en plazas de la ciudad. Resulta ridículo imaginarlas ahora teniendo que sortear las rejas, pidiendo permiso a los ordenanzas para extender su horario de funcionamiento.

Las rejas fueron aceptadas casi sin debate. Pero debe haber pocos urbanistas o arquitectos que consideren que aportan una solución interesante a los problemas de la ciudad. Y sin embargo, las rejas prosperaron como una respuesta necesaria y casi impostergable. Ni siquiera se ofrecen como un mal menor, o transitorio, al que hubiera que recurrir como úlitmo recurso. Las rejas se promueven como un gran adelanto. Lo mejor que podía pasar, pareciera, era que se agregaran nuevos perímetros y restricciones. Y si las cárceles a veces son una “solución” para el problema del delito, también las rejas aparecen como lo contrario de un problema. Son cualquier cosa menos un obstáculo o una cuenta pendiente. Deberíamos estar contentos de tenerlas. 

Esta es una experiencia nueva. Para los chicos y chicas que empezamos a ir a la plaza a principios de los años ‘80 en Buenos Aires, la idea de caminar hasta una puerta de entrada era algo sin mucho sentido. Una plaza era un lugar al que se podía entrar corriendo desde cualquier lado. Y para salir, lo mismo.
Después crecimos. Casi sin interrupción volvimos a las plazas, ahora con amigos nuevos. Y lo que entonces hubiera sido inconcebible es que las plazas tengan horarios. Las plazas, en los lejanos años ‘90, no sólo no tenían rejas ¡tampoco cerraban! Quizás por eso mismo íbamos a las plazas. A buscar un lugar donde pudiéramos estar tranquilos. Donde pudiéramos entrar sin pedir permiso y quedarnos sin que nos cobren, nos vigilen o nos regulen el tiempo. Lo más lejos posible del colegio o el trabajo. Las plazas eran -y son- pausas o zonas liberadas en la trama de negocios y obligaciones que saturan la ciudad. Hasta principios del siglo XX en Buenos Aires eran conocidas como “huecos”.

Porque, en definitiva, ¿a quién se excluye de las plazas? Nunca dicho abiertamente, las rejas acaban por echar a quienes no tienen o encuentran otro lugar adónde ir.  A aquellos para los que el espacio público significa algo más que un lugar limpio y ordenado. Vendedores ambulantes. Feriantes. Gente sin techo. Chicos y chicas, en general, siempre sospechados de algo. Las rejas tienen destinatarios precisos pero a la vez silenciados. Las rejas en las plazas son mensajes de advertencia, llamados al orden, señales habituales para delimitar la propiedad privada. Mucho más repudiables, en tanto que ni siquiera se animan a admitir sus verdaderas intenciones. ¿Son la mejor solución para las plazas? ¿Son el mensaje que queremos transmitir? ¿Tenemos que estar orgullosos? Un debate amplio sobre el espacio público es una cuenta pendiente para la ciudad -cuyos barrios no casualmente se agrupan en “comunas”-.

Y si ese debate, finalmente, se diera, surgirían, probablemente, muchas voces a las que todavía nadie quiso oír. Mi amiga Violeta Percia lo expresaba mejor que nadie en Facebook, hace unos días, a raíz de las noticias sobre la represión en el Parque Centenario: “En los '90 me gustaba una canción que decía "las rejas y los palos, armas del Estado", y también una que decía "¿querés ser policía?, ¡Yo no!". Cuando salía a la noche tenía más miedo de cruzarme un patrullero que una banda de pibes en la vereda. Me gustaba más quedarme en plazas o caminar por la ciudad que ir a bailar a un boliche. Tengo más risas con amigos en mi corazón -de amigos de hoy y de ayer- brotadas de esos paseos nocturnos -sin cámaras ni rejas- en la extensión de lo abierto, que las que tengo de todos los antros de dance por los que estuve”.

En estos días es posible visitar las obras terminadas de la remodelación del Teatro San Martín. En la esquina de Sarmiento y Paraná había una placita. Era un hueco, un recuadro de cemento al que se accedía mediante un par de escalones. En la explanada uno podía quedarse un rato sentado en uno de los bancos. Al mediodía, podía comerse un sandwich mientras disfrutaba de contemplar el ritmo frenético de la ciudad, la fauna de seres ansiosos, felices y/o abandonados que surcan -surcamos- las calles todos los días. Deberíamos cuidar esos lugares. Debe haber pocas cosas más valiosas para una ciudad que lugares semejantes, dispositivos cuya única finalidad es propiciar una pausa y ofrecer un lugar donde quedar al margen. Charlar un rato, si estamos con alguien. Citarnos.

La explanada estuvo muchos años cubierta de vallas. La estaban remodelando. Ahora, se convirtió en la entrada de un complejo de salas de cine y teatro. Nada mejor, quizás. Pero la mitad de su superficie quedó ocupada por una pirámide de vidrio. Y además, se rodeó de rejas. Pero a su vez las rejas permanecen cerradas hasta la tarde, cuando empiezan las funciones. Y un guardia de seguridad custodia la entrada. Cuando se le pregunta por la programación, nos señala una pila de volantes con direcciones web. Y eso no es todo, porque el acceso al edificio del teatro -una segunda explanada cubierta que antes se hallaba despejada- ahora quedó rodeado de más muros de vidrio y puertas automáticas. De espacio semi-abierto, inmerso en la ciudad, transitable casi sin prestar atención, mutó en lobby de shopping o aeropuerto.

Mientras se multiplican los GPS, y esperamos la llegada de los drones, ¿cuánto tiempo falta para que empecemos a prenderles velas a los apuntes de Foucault?


(una versión de esta nota fue publicada en revista Sur Capitalino -http://www.surcapitalino.com.ar- en marzo de 2013)
.

Militancia y prejuicio

$
0
0
-En la Caverna Mediática, mitos y submitos sobre la Cámpora, la Diosa Gestión y el que pasa por la puerta de la UB los sábados. -Una opción de hierro: análisis electoral o simple locura periodística. -Diatriba contra los verbos de escritorio.

por Violeta Kesselman 

Un estribillo suena en el discurso de los analistas renovadores: el gran error de Cristina habría sido recostarse en la construcción de Unidos y Organizados por encima del PJ. Su pulsión jacobina, frente a un Néstor que “negociaba” y “hacía política”, la habría hecho decantarse por esos jóvenes que practican el sectarismo, el tardo-montonerismo y la exclusión de dirigentes del justicialismo. El cuadro sería más o menos el siguiente: de un lado, los militantes sobreideologizados; del otro, los intendentes hiperrealistas. Estos ganan elecciones, aquellos son una máquina de perder poder y votos.

 Por momentos, algunas voces son más municipalistas que los dirigentes municipales: de los 135 mandatarios distritales bonaerenses, uno solo, Ishii, criticó el accionar de la militancia en la campaña (“El problema fue darle el manejo de la campaña a La Cámpora, porque esos pibes nunca hicieron una elección”). El resto no parece compartir el diagnóstico. Y es que ese “error de Cristina” es una falsa explicación. No resiste un contraste serio con datos de la realidad y no responde a lo que efectivamente pasa en el territorio, en el día a día de la construcción política. Vamos a analizar algunos de los ingredientes que componen el argumento de esos que se aburrieron del kirchnerismo.


Los supuestos mariscales de la derrota

El primer sub-mito decía: Cristina se cerró sobre UyO y excluyó al PJ. Pero atentos, desde la semana pasada dice: Cristina eligió al PJ y se desilusionó de UyO. Prestar demasiada atención a las actualizaciones de La Política Online conduce a esas lecturas esquizofrénicas. Mientras, en la república de la realidad, muchos jóvenes militantes tienen lugar en las listas internas del PJ bonaerense para las elecciones del 15 de diciembre; esta integración estructural constituye la prueba de la integración funcional: están en la misma orgánica porque son lo mismo. La noticia fue poco o nada divulgada por los portales de noticias favoritos de los aburridos, quizás porque refuta la idea de que el PJ y la militancia son dos actores políticos que miran el reloj a ver cuándo cae en desgracia el otro. No conviene nunca separar “la idea” de “la finalidad política de la idea”: esta en particular tiene como objetivo minar la conducción de Cristina presentándola como incapaz de reconciliar a grupos supuestamente enfrentados al interior de su espacio. El último cambio de gabinete demostró que las hipotéticas dos aristas del kirchnerismo sólo pueden avanzar juntas, y son por lo tanto una y la misma cosa.  

Pero aun si tomáramos esa hipótesis conspirativa e irresponsable, los datos tampoco acompañarían a la imaginación. Los números no cierran. Repasemos el segundo sub-mito, que sigue el razonamiento a lo Ishii: UyO ejecutó la campaña en la provincia de Buenos Aires; ahí se perdió por once puntos; por lo tanto, esa derrota es culpa de UyO. Por “ejecutar la campaña” nos referimos muy concretamente a delinear y llevar adelante la táctica local que la guía: de qué manera distribuir los recursos que llegan, dónde y cuándo hacer un acto, si dejar de hacerlo y encarar una campaña volcada a los barrios, de qué forma abordar la charla con los vecinos, en qué zonas reforzar la difusión y en cuáles no, entre otras decisiones inmediatas de suma importancia. 

La historia empieza a complicarse cuando se tiene en cuenta que en casi todos los distritos la campaña kirchnerista la llevó adelante el intendente local. La militancia la tomó a su cargo sólo en los municipios opositores: los casos de Almirante Brown, Malvinas Argentinas, Hurlingham y San Miguel, entre otros. Lo esperable sería que en estos municipios el FPV hubiera tenido resultados invariablemente desastrosos: pues bien, no fue así. Los porcentajes (que los cultores de la realpolitik deberían leer primero que nadie) no apoyan la hipótesis de la militancia mariscala de la derrota.

En Almirante Brown, el Frente Renovador corría con la enorme ventaja de tener en el segundo lugar de la lista a diputados nacionales a Giustozzi, intendente del distrito reelecto con más del 70% de los votos en 2011. Ese factor, más, recordemos, la conducción alocada de UyO, hacía esperar una derrota aplastante para el kirchnerismo. Pues bien, en las elecciones de octubre la lista de diputados nacionales del FPV obtuvo en Almirante Brown un 33,33%, porcentaje mayor al de Ituzaingó, donde Insaurralde sacó un 31,3%. Otro caso es Hurlingham, donde con un intendente massista y una campaña a cargo de las organizaciones kirchneristas, el FPV tuvo un mejor resultado que en Tres de Febrero, que tiene un intendente alineado con la Casa Rosada (30,9% contra 27,6%). Otro distrito renovador, San Miguel, empató este último resultado. Y en Malvinas Argentinas, territorio de Cariglino, el FPV estuvo muy cerca también de los números del distrito de Curto con el 27,3% (todos los datos fueron sacados de argentinaelecciones.com). En síntesis: estos distritos donde la campaña sí fue llevada a cabo por la militancia desmienten el prejuicio de que la conducción de UyO es la causa primera de todos los males. Habría que agregar, además, que en esos municipios hostiles la campaña fue cualitativamente distinta a de los partidos gobernados por el FPV: ahí la militancia tuvo que instalar un candidato, ir casa por casa, barrio por barrio, sin ningún apoyo de la estructura del PJ local -que fue cooptado por Massa.

Argumentos un poquito abstractos

Pero hay una cuestión más de fondo. El mito de baja fidelidad del que hablamos puede ser medianamente viable si viene acompañado por otro: el que dice que la militancia no tiene trabajo territorial “verdadero” o, si lo tiene, no es eficaz. La ceguera de la batalla cultural mayormente les impediría a los militantes ir a pintar clubes, cavar zanjas, tejer relaciones con referentes barriales; si atinaran a hacerlo, lo llevarían a cabo sin la capacidad de interpelar al “ciudadano común”. O sea, no podrían construir vínculos de confianza y respeto mutuo con los vecinos de los barrios; sintéticamente: no tendrían ninguna representatividad.

La idea toca también los corazones de muchos que, sin apoyar fervorosamente el armado de Massa, se aburrieron del kirchnerismo. En primer lugar, porque la exigencia de construcción territorial efectiva suena atendible a los oídos de una persona interesada en la felicidad del pueblo. Eso en principio está bien: no se puede mejorar la vida de nadie si no es trabajando en los barrios. En segundo lugar, porque esa idea despierta también los reflejos que muchos lectores construyeron al leer a pensadores de la talla y el estilo de Sarlo, para quien la política de las zonas pobres del conurbano donde se vota masivamente a los intendentes peronistas se reduce al clientelismo y a la violencia. Tras años de una justa defensa contra esa concepción elitista, y ya como un tic, cualquier actor político que no sea esos mismos intendentes es juzgado de entrada como anti-popular, por más que trabaje con ellos y comparta el mismo espacio político.

 Como el que un sábado a la mañana pasa con el auto por la puerta de la unidad básica y grita “¡vagos, vayan a laburar!”, la certeza aparente de que la militancia no tiene trabajo territorial sólo puede deberse a dos razones: desconocimiento o mala fe. No se entiende, en esos análisis, dónde están los casi 30 mil militantes reales de La Cámpora, los miles del Movimiento Evita, de Nuevo Encuentro y los de otras organizaciones: parece que nunca hubieran puesto un pie en la calle, nunca hubieran hablado con un vecino en un lenguaje mutuamente inteligible y pasaran sus horas encerrados en una unidad básica, sólo conversando entre ellos. Pero lo cierto es que cualquier organización más o menos exitosa, que incorpora militantes, que se expande territorialmente, tiene que tener anclaje territorial verdadero y palpable; no basta sólo la legitimidad de su conductor, en este caso, Cristina. De otra manera, deja de reproducirse a sí misma y decae. En cada una de las escuelas pintadas, de las casas construidas, de las zanjas cavadas hay negociaciones, interpelación; en una palabra, política.

Lo que parece faltarles a los fanáticos de la realpolitik es, de nuevo, observación de la realidad. En este caso, para ponderar de manera más exacta y más cercana el trabajo concreto que esos militantes llevan a cabo en los barrios, trabajo que vincula una unidad básica con una sociedad de fomento pasando por una dependencia estatal. Las jornadas “La Patria es el Otro”, cuando la inundación en La Plata, mostraron algo de esta relación: miles de militantes estuvieron durante dos meses en la ciudad y su periferia oficiando de correa de transmisión entre los recursos estatales y las donaciones de los ciudadanos, por un lado, y los damnificados por el otro. Más allá de la difamación, rápidamente desactivada, que decía que los militantes se quedaban con las donaciones, y del insólito cuestionamiento a La Cámpora por el uso de pecheras con identificación, no hubo ciertamente quejas de peso sobre la capacidad de acción que las organizaciones exhibieron en esos días de urgencia. Y es que la masividad del fenómeno militante y la fuerza de sus convicciones logran multiplicar los esfuerzos del Estado, potenciándolo para que llegue hasta el fondo de las necesidades populares. Conviene recordar que la diosa Gestión no aparece sólo porque se le canten loas. Para existir necesita de personas concretas que responden a intereses también concretos, a relaciones de fuerza específicas, a conducciones determinadas.

 ¿Qué pasa, entonces? Es curioso que los que le piden a los militantes que “complejicen” y “maticen”, entre otros verbos de escritorio, dejen de complejizar y matizar sobre los datos concretos, y se limiten a un preconcepto más cercano al del portal del diario La Nación. Quizás quienes piensan esto desconocen el trabajo de los militantes en cada distrito donde la militancia kirchnerista tiene presencia. O quizás lo saben pero eligen pasarlo por alto, porque eso “complejizaría” el panorama en un sentido que no están dispuestos a admitir. Sucede que es fácil ignorar una labor cotidiana que no aparece en los diarios y en la radio, en parte por el silenciamiento de cualquier logro del kirchnerismo, en parte por la definición de las mismas organizaciones de priorizar la agenda popular real por sobre la agenda mediática. Habría que recordarles a los aburridos que no conviene confundir presencia en los medios con poder en el territorio. Una aparición en el noticiero no equivale a otro lazo más con un club de barrio.



.

Discusión con José Natanson

$
0
0
-Un nuevo sujeto de enunciación: el aburrido. -La versión de José Natanson sobre La Cámpora y La Coordinadora. -El angostamiento de la tasa de ganancia y el lado B de la “generación intermedia”. -La cuestión del país normal, acechada por el confeso deseo de aburrirse de Mariano Grondona.

por Nicolás Vilela


1- Mira los aburridos / con los pies deprimidos

Hay un dato: existe “el que se aburrió del kirchernismo”. Es un perfil cultural, un sujeto de la enunciación, un formato para opinar sobre la coyuntura. Sus rasgos son enumerables. Ya no cree en la vuelta de la política porque está cansado de “la batalla cultural”, “la épica”, “el relato” y las “minorías intensas”. Piensa que el gobierno sólo le habla a los convencidos. Se maravilló con los fuegos artificiales del Bicentenario pero ahora cree que Barone es lo peor que le pasó al país. Su despolitización tardía transcurre bancando el programa de Fantino y el “consumo irónico” de las redes sociales. Últimamente se interesó por Sergio Massa y no por la juventud militante. Estima que la ideología y la disputa con las corporaciones son secundarias respecto de los temas de gestión que solucionan “los problemas de la gente”. En el peor de los casos, abrazó el cinismo o la pose del quebrado.

Se trata de un asunto de primer orden en la medida en que configura los lugares desde los que se discute actualmente. Los poskirchernistas del aburrimiento piensan que los que “creen” son los demás -la militancia enardecida, los sectores intensos del gobierno, Cristina. Ellos, en cambio, se dieron cuenta a tiempo y se fueron a los botes, lo que les garantizaría distancia crítica, ecuanimidad y amplitud de criterio... Bajo estos parámetros se escriben notas, artículos, ensayos, editoriales, análisis para cuestionar el presente del kirchernismo y presentir su superación.


2- Peras y manzanas

Con ambigüedad y sutileza, José Natanson viene jugando este juego del fastidio poskirchnerista. El año pasado, en el contexto de la publicación de su libro sobre la vuelta de los jóvenes a la política, recomendaba con fogosidad que La Cámpora creara una agenda propia, entendiendo que de no hacerlo podría “terminar como la Coordinadora” (la “recomendación” fue repetida en cuatro o cinco entrevistas). Natanson alegaba que comparar a La Cámpora con las organizaciones de los 70 es “como comparar peras con manzanas”; la comparación con la Coordinadora, mientras tanto, sería mucho más satisfactoria porque en ambos casos se trata de gobiernos “progresistas” cuyas juventudes orgánicas “llegaron a altos puestos del Estado”.

Estas proposiciones resultan muy problemáticas. Esquivan el bulto respecto de lo que verdaderamente está en juego. Natanson reduce las organizaciones políticas de los 70 a la lucha armada y la clandestinidad, desestimando una militancia barrial y estudiantil muy extendida, que compagina mejor con el presente. Comparar una organización kirchernista de base territorial como la Cámpora con una agrupación radical de corte universitario y ejecutivo (y una territorialidad circunscripta a la Capital Federal): eso es comparar peras con manzanas. Poner el eje en que se trata de dos “organizaciones progresistas en democracia” es quedarse con la clave de lectura alfonsinista, cuya contradicción principal se expresaba como democracia versus dictadura.[1]. El contexto cambió profundamente. Se compara a La Cámpora con la juventud de los 70 porque estamos hablando de herencia transformadora y organización popular en los barrios.

Las muy buenas gestiones de Aerolíneas e YPF, la multiplicación de la militancia en los territorios, las jornadas “La Patria es el Otro” en La Plata… nada de esto alcanza para el director de Le Monde Diplomatique. La Cámpora debería crearse una agenda propia. Veamos cuál es la agenda que está desplegando el propio Natanson en sus editoriales de “El Dipló”, aquella de la que no se ocupan los que viven “microclimatizados, enfrascados en las mil y una vueltas de la batalla cultural”: la agenda de la “nueva clase media”. Se trata de “ese 30 por ciento aproximado de la población que integran, entre otros, los trabajadores formales sindicalizados, los pequeños comerciantes, los cuentapropistas y los prestadores de servicios particulares”. Desde fines del año pasado, luego del paro sindical opositor del 20-N y los cacerolazos del 8-N, Natanson viene pidiendo “una nueva política para la clase media”. Durante este año, parece haber encontrado la respuesta. Ahora la nueva clase media se define como “moyanismo social”. En razón de las demandas que representa (y no de su conducción) Hugo Moyano funcionaría, según Natanson, como su máxima expresión cultural.

Por otro lado, el título de este último editorial resulta más que elocuente: “El futuro ya llegó”. Allí nos dice que los grandes protagonistas de la elección son los “políticos commoditie”, a los que define como “estrellas del sentido común capaces de combinar barrialidad y gestión sobre el fondo de un peronismo omnipresente pero que apenas se menciona, como si se lo diera por hecho”. Son ellos, augura el autor (y no es el único), los que resultarán finalmente victoriosos a causa de su “atemperamiento de las pasiones” y su mayor capacidad de captar las demandas de las “nuevas clases medias”. Voluntarioso, el editorial de Natanson concluye: “con un botín clavado en cada década, los políticos commoditie carecen de la sobrecarga ideológica del kirchernismo sunnita y han demostrado la flexibilidad adecuada para sintonizar con las nuevas demandas sociales. Todavía no podemos confiar en ellos, pues nadie sabe qué piensan realmente de la mayoría de los grandes problemas de Argentina, pero no cuesta mucho imaginarlos como los dueños del futuro”.

La obsesión de los aburridos por suturar simbólicamente su alejamiento del gobierno, su empernida desconfianza en la batalla cultural, les hace olvidar con frecuencia la pregunta por el rol de las corporaciones y los sectores dominantes en todo el asunto. Se pueden contar con los dedos de la mano los textos que hacen alguna mención al tema. Y sin embargo es la clave del problema. A diferencia de sus predecesores, este gobierno no hizo recaer la restricción externa sobre los trabajadores sino sobre la tasa de ganancia de los empresarios, quienes a modo de respuesta desplomaron las inversiones. El discurso de campaña de Massa apuntó precisamente a capturar ese núcleo duro del empresariado que deseaba recuperar su altísimo nivel de ganancia. El subtexto del discurso de la corrupción es la disminución de la presión tributaria; el subtexto del discurso de la competitividad es la devaluación brusca del peso. Nada nuevo bajo el sol.

Los pases de Moyano y de Mendiguren al massismo se explican en función de esta coyuntura. Son el correlato político de la restricción externa y el angostamiento de la tasa de ganancia.  Moyano no es “el representante de los trabajadores” o de “la clase media”, sino el representante de los trabajadores mejor pagos. De Mendiguren, por su parte, es el representante de algunos de los industriales que más se enriquecieron en esta década. Expresan el anverso y reverso de la misma moneda. Así está constituida la verdadera base económica sobre la cual se levantaría la pax social del massismo.

Facundo Moyano encarnó hasta ahora esa ambigüedad que les gusta detentar a los poskirchneristas. Sacándose fotos con muchos, probándose distintas camisetas, encandiló con la supuesta ventaja de no tener que responder a diario a la conducción de Cristina. Pero a diferencia de sus seguidores, resultó tan verticalista como el kirchnerismo al que criticaba: apenas tuvo la venia de Hugo Moyano, blanqueó su pase al Frente Renovador. ¿Se arriesgarán los aburridos del kirchernismo a seguirlo en este paso?


3- La generación del 70

Para Natanson y otros tantos, las elecciones legislativas y su devenir manifestaron el protagonismo de una “generación intermedia” (son palabras de Martín Rodríguez), nacida en los 70 y caracterizada por su perfil ejecutivo desideologizado, deportista, ajeno a la intensidad política de la confrontación que practicaría el gobierno. Como va quedando claro, Sergio Massa, nacido en 1972, encarnaría ejemplarmente esta versión de la gestión “desde el sentido común”. Y es entendible que haya concitado la atención o el apoyo distante de los poskirchernistas; fueron ellos quienes inventaron retrospectivamente la figura de Géstor Kirchner, el Presidente que, a diferencia de Cristina, resolvía los problemas concretos de la gente. Sin embargo, algo escapa a estas consideraciones sobre la generación intermedia. Hace poco ocurrieron dos hechos centrales: el fallo de la Corte Suprema de Justicia declarando la constitucionalidad de la Ley de Medios, y, más acá, el nombramiento de Axel Kicillof al frente del Ministerio de Economía. Refutan, en ese orden, el mito de que se terminó la batalla cultural y el mito de que YPF y otras empresas con intervención estatal fueron mal administradas. Pero lo importante es que los dos protagonistas de estos hechos, Martín Sabatella y Axel Kicillof, nacieron respectivamente en 1970 y 1971. Son la otra cara de la misma generación. Vienen de ámbitos comprometidos ideológicamente con la izquierda. Están vinculados de manera más o menos ostensible con organizaciones políticas juveniles: Nuevo Encuentro y La Cámpora. Fueron blanco de los disparos macartistas provenientes del Frente Renovador y los medios opositores. Se animaron a asumir altas responsabilidades de gestión en momentos donde otros decidieron limitarse a conservar lo hecho. Representan nítidamente la etapa presente del gobierno, que profundiza la disputa cultural a través de la Ley de Medios y profundiza la disputa económica a través de la intervención del Estado en las empresas estratégicas. Sintonizan con un concepto de gestión que depende de un proyecto político nacional, apoyado por sus niveles provinciales y municipales, y con la militancia como dispositivo nodal en el trabajo de territorio.

José Natanson forma parte de esta misma “generación intermedia” a la que pertenecen Sabatella, Kicillof y miles de militantes, sólo que en vez de sumar fuerzas desde el lugar que sea a favor de sus contemporáneos, les advierte en público los riesgos que corren en su compromiso. El malestar del poskirchernismo con la “épica”, las “minorías intensas” y el “relato” viene necesariamente de la incertidumbre sobre su propia referencia política. A la falsa ambigüedad del massismo en relación con el gobierno, deben añadirle su propia ambigüedad en relación con el massismo. Mientras la militancia defendía a Cristina en los barrios, se lanzaron a hablar de las bondades de la gestión y el municipalismo que se viene, igualando equivocadamente el momento electoral con el momento político. Quizás Twitter, con su temporalidad ansiosa y de onda corta, contribuyó a esta equivocación. (El microclima está en Twitter, que no tiene más agenda que comentar socarronamente la televisión como Beavis and Butthead locales; no en la militancia, que dialoga y trabaja cotidianamente con vecinos de toda orientación política). Es llamativo, por cierto, que la idealización de la gestión, el territorio, el contacto cotidiano “con la gente” no los haya conducido a valorar positivamente la militancia sino a Sergio Massa. Así, durante la campaña, y después también, invisibilizaron o directamente objetaron el esfuerzo de las organizaciones políticas; a cambio, se dedicaron sistemáticamente a debilitar la figura de Cristina, levantando candidatos contrapuestos en los que ni siquiera está claro si confían.

En esta confusión, es lógico que conviertan su propio malestar en sensación generalizada, es decir, que confundan su aburrimiento personal con el supuesto declive del relato o el supuesto declive del gobierno. De ahí a considerar a los militantes como un grupo de fanáticos fracasados hay un sólo paso, que algunos lamentablemente dieron, aún cuando tenían disponibles todas las herramientas para comprobar la buena elección de Unidos y Organizados en distritos opositores, y para comprobar, más en general, el compromiso con que miles de jóvenes están asumiendo la militancia en todo el territorio de la Argentina. Cometen un error si es que apuestan de este modo a un periodismo “no contaminado”... ¿O acaso dijeron algo del “dogmatismo” antikirchernista, que no mueve una coma sin autorización de su conducción corporativa? ¿O acaso no presentan a los intendentes opositores como víctimas de la coparticipación sin mencionar que la popularidad de muchos de ellos proviene de capitalizar a título personal obras realizadas por el gobierno nacional? Finalmente, los aburridos del kirchnerismo se acercan a Massa, un protegido de las corporaciones, antes que a Sabatella o Kicillof, que trabajan en sentido contrario.


4- Un país normal

En un artículo de septiembre de este año, Natanson escribía que “quizás el principal desafío pase hoy por la construccióin de un peronismo de la normalidad”. A continuación, los nombres previsibles. Caracterizada ya la tendencia cultural de los aburridos y la base económica ortodoxa  en que se sustenta, habría que preguntarse en qué consiste esa normalidad: ¿en bajar la bandera de las grandes batallas justo cuando podemos darlas?, ¿en atemperar las pasiones justo cuando la militancia constituye la principal experiencia de una generación? ¿Qué es lo que están buscando?

La exigencia de normalidad implica la admisión de que el poskirchernismo no está dispuesto a profundizar el modelo ni los modales. Su posición a favor de “enfriar la política” y no jugarse a nivel identitario responde a vínculos de sociabilidad que consideran más seguros y duraderos: que pretenden conservar. Martín Rodríguez escribe que “ese último Perón optó más por la clase media no peronista (…) que a los programas radicalizados de los jóvenes de izquierda. Dicho en familia: entre los padres conservadores y los hijos rebeldes, optó por los padres conservadores. Perón quiso conquistar a la clase contra la que se hicieron peronistas los jóvenes. El Perón final es un Perón que pacifica el conflicto peronista y que imagina la obsesión para gobernar la Argentina: gobernar la clase media”. Esta construcción retrospectiva opera como pedido o consejo: no profundicemos, captemos a la clase media. Y a la vez resalta un dato paradójico: los jóvenes desencantados del kirchernismo se ubicarían en el lugar de los “padres conservadores”[2].

Normalidad significa puestos de trabajo, asistencia e intervención del Estado, proyecto de país, entre muchas otras cosas. Son los valores y acciones concretas que sólo los gobiernos de Néstor y Cristina lograron garantizar sostenidamente desde la recuperación democrática. Ahí no existe “continuidad democrática” con Alfonsín ni Menem ni Duhalde. Los proyectos opositores con potencia electoral proponen una “normalidad” que ya conocemos. La ortodoxia económica lleva a un pueblo con hambre. Y un pueblo con hambre no tiene mejores “modales” que los que tiene un país “dividido” que viene creciendo hace diez años. El sindicalismo de Moyano tampoco[3].

El punto es que para consagrar los logros del kirchnerismo hizo y hace falta mucha intensidad, compromiso, trabajo en los barrios y batalla cultural. Esa tarea sólo puede ser aburrida para quien confunde la realidad con sus manifestaciones mediáticas. Tal vez 678 dejó de ser entretenido, seguramente los blogs políticos ya no son tan atractivos como antes. Pero lo divertido del kirchernismo es la militancia. Lo divertido del kirchernismo está en la foto de una Casa Rosada invadida de jóvenes para ver el regreso de Cristina. Lo divertido del kirchernismo está en los barrios, las plazas repletas, la discusión con los compañeros. “La esperanza de llegar a ser un país aburrido” titulaba Mariano Grondona su editorial del miércoles 28. ¿Será para tanto? Hay quienes prefieren quedarse en la cocina consumiendo irónicamente los ecos de la fiesta. Pero en este momento lo divertido es bailar… 













[1] Otro síntoma de esta misma tentación alfonsinista lo encontramos al comienzo de su editorial “Sexo y democracia”, de octubre de este año: “tal vez porque no fue consecuencia de heroicas luchas sociales y políticas sino del fracaso del programa económico y la derrota de Malvinas (una Bastilla que se derrumbó sola), la democracia argentina parece vivir en estado de permanente desencanto, un medio tono de desilusión que nos empuja a descubrir todos los días que no era en realidad todo lo que prometía”. Como se ve, nada de “Pan, paz y trabajo”. Al igual que Beatriz Sarlo, Natanson niega las huelgas de la CGT de Ubaldini, la resistencia de las organizaciones políticas y la condena internacional que venían construyendo los exiliados en la opinión pública.

[2] Durante la interna Menem-Cafiero por la renovación del peronismo se usaba el término “renodoxo” para juzgar la alianza entre un sector de la renovación y otro de la ortodoxia. ¿Será la normalidad a la que apuntan un regreso de la renodoxia?

[3] Por esos días, el ex secretario general de APLA, Jorge Pérez Tamayo, realizó un “vuelto rasante” a bordo de un Airbus 340 como despedida de su profesión de piloto. El vuelo venía de Miami, pasó por Aeroparque y terminó en Ezeiza. Tal cual lo practican los pilotos que se retiran, el rito no suele incluir Aeroparque como punto de exhibición. El asunto es que en hora de intenso tráfico aeroportuario, modificando la agenda de despegues y arribos de una terminal que no tiene estructura para contener un avión comercial semejante,  Pérez Tamayó colonizó la plataforma de Aeroparque con el único fin de practicar esta ceremonia. A la hora de analizar la gestión de Aerolíneas, no fueron pocos los palos en la rueda que puso el vocal primero de la CGT moyanista. Tal vez esa imagen de glamour decadente, “el último vuelo del capitán”, sirva para ejemplificar la distancia entre una cúpula que responde a intereses particulares y la mayoría de los trabajadores. Y tal vez sirva, de nuevo, para relevar lo que pierden de vista en el análisis todos los poskirchneristas que critican la gestión de La Cámpora, el trabajo de Unidos y Organizados y la sobrepolitización social. Se pierden precisamente la disputa por la apropiación simbólica y económica del Estado.

Empoderamiento de la sociedad

$
0
0
-Ensayo sobre el "empoderamiento": esbozo de una nueva fase en la lucha política nacional. -Avistaje del pasado reciente: la zorra de Esopo, el Estado negociando, el Estado tensionando. -Hacia una politología realmente emanada de la práctica: fuerza, poder, y el Estado como un órgano centralizado de agitación y propaganda.


por Martín Rodríguez Alberti y Damián Selci


El concepto de “empoderamiento de la sociedad” es la novedad más importante de la política argentina. Lo introdujo la presidenta Cristina Fernández de Kirchner en un discurso de 2012 y desde entonces, en forma creciente aunque no demasiado ruidosa, ha ido repitiéndose en sus alocuciones hasta naturalizarse. A primera vista, no se trataría de una primicia teórica: existe una profusa bibliografía que refiere el empoderamiento para describir (y arengar) la lucha de las minorías por el reconocimiento de sus derechos.

Pero Cristina Kirchner habla del empoderamiento de la sociedady eso comporta, digamos, una doble rareza. Respecto del sentido “académico” del término, esta expresión parece indicar que (contra toda apariencia) la sociedad como tal es una minoría–es verdad: la sociedad está en profunda desventaja frente a lo que se llama (y nosotros llamaremos, por comodidad y por táctica) “los mercados”. Respecto de la política kirchnerista, la rareza es aún más ilustrativa: basta recordar el énfasis que tanto Néstor como Cristina Kirchner han puesto desde 2003 en la “recuperación del rol del Estado”; ahora aparece un complemento singular con la “recuperación del rol de la sociedad”.

El empoderamiento es una etapa del movimiento popular, la actual. Para entenderla (y aun para considerarla con todo rigor una “etapa”) hay que revisar con cierto detalle las anteriores. El punto de apoyo es 2003 –y los 90 son el abismo al que debemos asomarnos, para saber qué pensábamos cuando la desorientación fue máxima.


1- Resistencia sin líder

Hay una fábula (atribuida a Esopo) que ilustra bastante bien la percepción que el movimiento popular tenía del Estado en los años 90. Una zorra, después de mucho trabajar, descubre un racimo de uvas colgando de una rama alta. Hace un intento por agarrarlas, dando un salto, y no lo consigue. Trata de golpear la rama con un palo: tampoco llega. Finalmente trepa por el tronco, pero se resbala y cae al suelo. Entonces, desde el piso, la zorra reflexiona: “Bueno, al final ni siquiera me gustan las uvas”. Lo mismo pensó el movimiento popular luego de las terribles derrotas de los años 70 y 80: lo que objetivamente no se podía alcanzar (el poder estatal) tendió a convertirse, por el hábito de la resistencia, en algo subjetivamente despreciable. El poder del Estado era imposible, pero además era malo. Esta moralidad mínima (donde “lo bueno” y “lo malo” se definen por su accesibilidad) tuvo expresiones intelectuales destiladas: en su encarnación más famosa, la zorra fue John Holloway y afirmó la necesidad de cambiar el mundo sin tomar el poder.

Pero estos avatares teóricos carecen de autonomía; más allá de su puerilidad o de su pertinencia, enuncian la situación mayoritaria del campo popular en un momento determinado. Pueden no ser ideas, pero son fenómenos. El viejo Estado neoliberal sólo existía para los sectores populares como algo peligroso, del que no se recibía ni esperaba nada bueno; muy al contrario, había que estar en guardia para protegerse de sus agresiones políticas y económicas. Inevitablemente, semejante estrategia “anti-estatal” convergía tarde o temprano con una postura antipolítica. Eran pocos los que se encuadraban en organizaciones definidamente políticas: el pelotón militante participaba de “organizaciones sociales”. Proliferaban también las celebérrimas “organizaciones no gubernamentales”, cuyo solo nombre da una idea de la situación. Se llamaba a no votar, a votar en blanco, a impugnar. En los barrios, el principal enemigo del pueblo era el poder armado del Estado: la policía. Tal era el desencuentro entre el movimiento popular y el poder condensado en el Estado: la acción estratégica propuesta y ejecutada a conciencia era “no tomar el poder” para así “cambiar el mundo”. Se trataba de una fase de resistencia, indiscutiblemente, pero (a diferencia del período 1955-1973) era una “resistencia sin líder”, esto es, una pura supervivencia sin conducción[1].

La fase de resistencia termina en 2003. Néstor Kirchner llega a la presidencia y da un nuevo impulso a un viejo mandato: hay que apropiarse, retener y fortalecer el poder del Estado. La simple práctica kirchnerista espantó todos los fantasmas de la teoría politológica reinante: contra lo que pudieran decir John Holloway o Toni Negri, el aparato del Estado es el único compendio de factores de fuerza al que el pueblo puede apelar para condicionar y determinar la conducta de las grandes corporaciones. Esta noción revitalizó espectacularmente la moral militante. Reaparecía, como surgida de la nada, una cuestión antigua (podríamos decir, una cuestión “clásica”): qué se puede hacer (y qué no) con la fuerza del Estado. Por cierto, el Estado no puede hacerlo todo, el Estado no vence. Pero el movimiento popular sólo podía alcanzar este pensamiento cuando el Estado pasaba a estar bajo su control: de ahí la estricta naturaleza práctica del problema.


2- El Estado y el movimiento popular

¿Qué puede hacer el Estado? Conviene arrancar por una distinción teórica aparentemente “abstracta”: la fuerza no es lo mismo que el poder. La fuerza es la capacidad de llevar adelante una acción cualquiera. Pero el poder es la capacidad de determinar las acciones de los demás. Un ejemplo simplísimo: Estados Unidos tiene armamento, es decir fuerza, para invadir a Cuba. No precisa de ningún nuevo desarrollo militar para bombardear la isla ya mismo. Pero no tiene poderpara hacerlo (al menos por el momento). Si utilizara la fuerza de todos modos, sin preocuparse en lo más mínimo por las menudencias del poder, pagaría un costo elevadísimo ante la comunidad internacional, lo cual terminaría resultando contraproducente a sus propósitos, cualesquiera sean. La fuerza, para efectivizarse provechosamente, requiere de un baño simbólico de política (por eso el concepto clave de la política es el poder y no la fuerza). A veces, muchas veces, alcanza con un pretexto: si Cuba lanza un misil sobre Washington, entonces aparecen instantáneamente las condiciones políticas (es decir, simbólicas) de la invasión –la invasión sería una “respuesta” (porque hasta la guerra más sangrienta puede asumir la forma de un diálogo, de un intercambio). La fuerza como tal es amoral y presimbólica, pero ocurre todo lo contrario con el poder, que implica siempre alguna ética, alguna legitimidad.

El Estado quedó definido, aunque de pasada, como un compendio de factores de fuerza. En efecto, existen distintas formas de existencia de la fuerza, quizá numerosísimas, pero posiblemente puedan reducirse sin gran pérdida a cinco: el dinero, las armas, la información, la representatividad, la capacidad de movilización. Y como podrá adivinarse, en la construcción del poder de un actor confluyen diversos factores de fuerza. Tener información permite hacer jugadas económicas que aumenten el factor dinero; la representatividad suele redundar una mayor capacidad de movilización, etc. Ahora bien, aunque el poder de un actor esté conformado por distintos factores de fuerza, siempre predomina uno de ellos. Según prevalezca uno u otro, será distinto el tipo de poder que tenga un actor. Aquellos actores que cimentan su poder alrededor del factor dinero, cuentan un poder de tipo económico (así los grandes grupos empresarios). Si el factor que predomina son las armas, el poder será coercitivo (el Ejército, las guerrillas). Cuando lo principal son los contactos y la información, estamos hablando de una suerte de “poder de la intriga”, característico de los operadores políticos. Por su parte, la capacidad de movilización configura típicamente el “poder de calle”. La representatividad, en cambio, es lo distintivo del poder político, su diferencial[2].

¿Qué tipo de factor de fuerza prevalece en el Estado? No hace falta ser gramsciano para responder: la representatividad –incluso la clásica noción punitiva de Weber sobre el “monopolio de la violencia legítima” involucra un piso de representatividad, tanto más decisivo cuanto menos perceptible. El monopolio de la violencia es fuerza pura; el monopolio legítimo es política pura. Pero el Estado es un reservorio enorme de fuerzas de todo tipo. Y como hemos aprendido en 2003, para el movimiento popular el Estado resulta indispensable si pretende, al menos, empardar a su enemigo. Basta notar que las corporaciones controlan miles de millones de dólares (se estima que en el exterior hay 200 mil millones de dólares provenientes de empresas argentinas, siete veces el nivel de reservas del Estado), una infinita red de contactos nacionales e internacionales (en muchos casos son sucursales de monstruosas corporaciones trasnacionales que hasta fuerzan y conducen guerras en otras partes del mundo), una buena porción de la información socialmente disponible y cierta capacidad de movilización digitada por los medios masivos de comunicación. Y todo esto, por cierto, cristaliza en un importante grado de representatividad. De ahí que no haya modo de oponerle resistencia a ese bloque de poder, ni mucho menos de avanzar sobre su formidable andamiaje de fuerza, sino por medio de los factores de fuerza que trae consigo el control del Estado. Néstor Kirchner fue el impulsor de ese giro de concepción y de acción en nuestro país. En poco tiempo puedo arrastrar al conjunto del movimiento popular desde lo “social” (esto es, desde la resistencia al poder del Estado) hacia lo propiamente político, a la utilización del aparato de Estado. Y con ese bautismo inesperado en el ejercicio de las facultades del poder estatal (cuyo última experiencia se remitía al interregno 1973-1974, que por su brevedad no podía ofrecer un “modelo de gestión”), el movimiento popular advirtió una dificultad infinita: el compendio de factores de fuerza que controlaba el Estado resultaba minúsculo frente al arsenal de las grandes corporaciones.

Hay que desmitificar una ficción de amplia circulación respecto de “la fortaleza del Estado”: si de 1976 hasta 2003 el Estado argentino coincidió punto por punto con las grandes corporaciones, sería tropezar en el análisis repetir que durante esa época el Estado era “débil”. En absoluto: el Estado era la sumatoria de los factores de fuerza que le son históricamente propios (monopolio del uso legítimo de la violencia, el tesoro nacional, información de todo tipo, etc.) y ademásel poder de las grandes corporaciones. Esas corporaciones, hechas Estado, eran tremendamente poderosas. Para empobrecer a millones de personas, para desocupar a millones de trabajadores, se requiere indudablemente de una gran fortaleza. Realmente, hay que tener mucho poder para desbaratar a una sociedad movilizada como lo era la argentina en los años 70. Sin embargo, cuando en 2003 Néstor Kirchner asumió la presidencia y decidió llevar a cabo un cambio revolucionario –la coincidencia del Estado con los intereses del pueblo–, él sí se encontró con un Estado débil en cuanto a los factores de fuerza con los que contaba para consumar ese giro. Porque ahora la ecuación resultaba diametralmente opuesta: se trataba de los factores de fuerza estatales más un débil poder popular (débil porque no había relato, ni instituciones, ni leyes que representaran los intereses del pueblo, porque no había memoria histórica de gestión, porque había un bajísimo nivel de organización, etc.). Y como el poder es relacional (lo que tiene uno no lo tiene el otro), el todavía inmenso poder de las corporaciones-sin-Estado tornaba débil al poder del pueblo-con-Estado. El ejemplo más obvio de ese carácter desfavorable de la correlación de fuerzas lo daban las cuentas públicas, absolutamente deficitarias, con deudas que representaban más del 1000% del nivel de reservas. Una corrida bancaria de diez minutos habría acabado definitivamente con la moneda nacional. Pese al increíble avance que significaba controlar la “trinchera de avanzada” que representa el Estado (la expresión corresponde a Gramsci), el dramatismo de la situación era máximo. Kirchner decía: “estamos en el purgatorio”. La posesión de la trinchera de avanzada peligraba continuamente. Cada hora que Kirchner pasaba en la Casa Rosada constituía, de por sí, un triunfo. En efecto, para un presidente que buscaba “descorporativizar” el Estado (y ponerlo al servicio del movimiento popular), la correlación de fuerzas era tan negativa como la relación entre reservas y deuda: 1000 a 1. La conclusión teórica de lo anterior es simple –el Estado tomado por las corporaciones, ejecutando el programa neoliberal, había sido de temer, pero ese mismo Estado, puesto repentinamente servicio del pueblo, era frágil y quebradizo[3]. ¿Qué hacer?


3- Ensanchamiento del poder estatal: predominio táctico de la negociación

En 2003, Néstor Kirchner gobernaba el Estado nacional, pero había una extensísima red estatal por fuera de su control: gobiernos provinciales, intendencias, legislaturas, ministerios, dependencias estatales nacionales, etc., en buena parte aún dirigidas por las corporaciones (basta recordar que hasta 2008 la Jefatura de Gabinete perteneció al grupo Clarín). En este contexto, la tarea era ensanchar el poder del pueblo-en-el-Estado. Y ensanchar significa controlar más factores de fuerza y acumular más de cada factor: ganar en representatividad, acumular divisas, ordenar a las Fuerzas Armadas, contar con más información, orientar la movilización social. Y precisamente eso hizo Kirchner desde el 2003 al 2007: ganó representatividad y eso se tradujo en votos (poder político); reestructuró la deuda pública logrando una quita del 75% y acumuló reservas (poder económico); reabrió las causas de derechos humanos y se impuso a las intrigas del Ejército (poder coercitivo); desactivó sin represión los miles y miles de piquetes desperdigados por toda la extensión del territorio nacional (poder de calle); le quitó el INDEC a las corporaciones que contaban con toda la información y estadísticas públicas antes que el presidente (poder de intriga). Pero mientras ensanchaba el poder del Estado debía negociar con gobernadores, con intendentes, con sindicatos, con empresarios, y hasta con el mismísimo grupo Clarín porque, como vimos, la correlación de fuerzas era gravemente desfavorable. La gran virtud de Kirchner fue medir el exacto estadío de esa correlación: saber cómo ensanchar negociando. En efecto, no se trata de que el gobierno nacional no tensionara sus relaciones con determinados actores, sino de que la “lógica predominante” a grandes rasgos fue la negociación. Con más exactitud, la característica de esta fase fueelensanchamiento por satisfacción de demandas con negociación.


4- Ensanchamiento del poder estatal: el predominio táctico de la tensión

Pero el conflicto con las patronales agrarias a raíz de la resolución 125 dio inicio a una tercera fase: la “agudización de las contradicciones” (Néstor Kirchner dixit). Durante ese período se terminó de consolidar el frente nacional y popular bajo la conducción de Cristina y la lógica política predominante (no excluyente) fue la tensión. Las circunstancias de la lucha política nacional indicaron esta operatoria. La agilidad con que Néstor y Cristina Kirchner habían logrado acumular factores de fuerza en torno al Estado obligó a las corporaciones a coordinarse, para organizar una acción directa en sentido contrario. Clarín, los terratenientes y el poder financiero se lanzaron entonces a la insurrección; y el movimiento popular cambió la táctica. Apareció la tan mentada “polarización”. El movimiento popular y las corporaciones se embarcaron en una disputa frontal, en una medición desnuda de la fuerza (movilización social, corridas bancarias, acusaciones abiertas, batalla cultural por el sentido, todo a la vez y sin tregua). En otras palabras, el conflicto con las patronales agrarias implicó un cambio en la táctica de acumulación de poder. Hasta ese momento, el kirchnerismo ensanchaba el poder estatal negociando; pero la violenta toma de partido por parte del grupo Clarín a favor de la Mesa de Enlace tornó imposible cualquier negociación. Más allá de los pormenores de esta lucha, en términos conceptuales debe decirse que esta tercera fase mantiene algo y cambia algo: sigue prevaleciendo el ensanchamiento por satisfacción de demandas(característica natural de todo gobierno popular) pero, desde ahora, con preeminencia de la tensión y no de la negociación. Nuevamente, no se trata de que el gobierno haya dejado de negociar y se haya dedicado única y exclusivamente a tensionar –se trata un cambio en la matriz general de la táctica, que provocó resultados inesperados para todos los analistas: a la batería de medidas gubernamentales para seguir satisfaciendo demandas (aumento de salarios, estatización de las jubilaciones, Ley de Medios, AUH, Fútbol Para Todos, etc.) se le añadía una táctica confrontativa y tensionante, y puede decirse que fue precisamente esta mezcla la que posibilitó la emergencia de un nuevo actor en el movimiento popular: la juventud organizada. También fue durante esta fase que se evidenció, para el conjunto de la sociedad, una distinción que encierra un notorio avance en el grado de conciencia. Para todos, finalmente, quedó claro que una cosa es el gobierno, otra el Estado y muy otra el poder total existente en una sociedad. Se arrojó luz sobre una cuestión central: que el Poder Ejecutivo puede no controlar el total de los factores de fuerza que concentra el Estado –y más importante aún, que otros actores sociales pueden tener más poder que el gobierno y que el Estado: por lo tanto, pueden dirigir a la sociedad haciendo uso de su poder económico, de calle, informativo, etc. La juventud fue especialmente sensible a esta transformación del espacio político. Pero más en general, todo aquel que albergara algún sentimiento contra las corporaciones se volvió kirchnerista. En resumen, esta tercera fase se caracteriza por la articulación creciente de los sectores populares, la construcción de un programa general de movilización y el surgimiento de una voluntad popular organizada y conducida por Cristina.

Pero otra característica de la fase es, por supuesto, el empate. Cristina Kirchner fue reelecta con un impresionante 54% de los votos, y las corporaciones respondieron con una también impresionante corrida bancaria, que menguó las reservas del Banco Central en un 10%. A partir de ese primer intercambio de golpes, la lucha recrudeció hasta niveles increíbles. Las fechas de las movilizaciones requieren una sintaxis adversativa: 8N versus 9D; 18 de abril versus 25 de mayo… Con excepción de las armas (cuya legitimidad en la sociedad argentina es igual a cero –en nuestros términos, son fuerza, pero no significan poder), todos los demás factores de fuerza han salido a la luz. Un día, el gobierno es derrotado electoralmente en la provincia de Buenos Aires por la derecha; cuarenta y ocho horas más tarde, la Corte Suprema obliga a Clarín a desinvertir, con lo que termina perdiendo su rol de conducción opositora. El vértigo de esta batalla es conocido por todos los ciudadanos –lo destacable en términos históricos es que, luego de treinta años de retroceso, pueblo y corporaciones se enfrentan en una correlación de fuerzas, por primera vez, pareja. Y debemos recalcar algo muy importante sobre este empate: de por sí, constituye una victoria táctica del movimiento popular. Empatar contra semejante enemigo supone un grado de cohesión, estrategia e ideología que hacía por lo menos cuarenta años que el movimiento popular no mostraba. La situación actual, por consiguiente y más allá de su evidente inestabilidad, es histórica.



5- La etapa que se abre: el empoderamiento de la sociedad

No es casual que la presidenta haya elegido la movilización del 25 de Mayo de 2013 para instalar la consigna del empoderamiento. Aquel acto –el más masivo de la historia del kirchnerismo, con excepción del Bicentenario, que propiamente fue un “festejo”– debe ser leído dentro de la saga de concentraciones de Huracán en 2011 y de Vélez en 2012. En Huracán, Cristina Kirchner identificó la conducta política que debían adoptar los miles de jóvenes que, de pronto (como si hubieran permanecido agazapados en las cuevas suburbanas que ofrecía el rock, mientras afuera se descongelaba la historia) irrumpieron dando un “salto de tigre al pasado” y se encuadraron en organizaciones políticas peronistas. El discurso de aquel día constituye un programa mínimo de directivas anti-sectarias, destinado especialmente a la juventud (por ejemplo: “no les pregunten de dónde vienen”). Por su parte, la concentración de Vélez en 2012 (donde se lanzó Unidos y Organizados) ofrecía ya un panorama nítido del avance organizativo. Al observar la fotografía aérea de uno y otro acto, se percibe de inmediato la evolución del grado de organicidad del movimiento nacional y popular: en Huracán se distinguen cientos y cientos de colores dispersos representando a otros cientos y cientos de pequeñas organizaciones y conducciones auxiliares, pero la perspectiva aérea de Vélez exhibe no más de diez colores ordenados en el estadio, los típicos de las organizaciones que conforman Unidos y Organizados. Correlativamente, el discurso de Cristina Kirchner en Vélez se basó en la consigna de unidad y organización de esas agrupaciones. En resumidas cuentas, el recorrido fue: dispersión entusiasta en Huracán; organización militante en Vélez; organización militante más masas entusiastas en la Plaza de Mayo. Y por cierto, a cada sujeto Cristina Kirchner le dio su programa de acción. A la juventud le pidió que se organice. A las organizaciones les dijo que se unan y sean solidarias. Y a las masas movilizadas que tienen que empoderarse. Que ese derrotero se haya producido en tan sólo tres años representa un fenómeno político impresionante.

Pero la apertura de la fase de empoderamiento no responde unilateralmente a una voluntad planificada de antemano por la conducción, sino también al contingente fracaso de la acción política elegida para contrarrestar la corrida bancaria con que las corporaciones respondieron a la aplastante victoria electoral de Cristina en 2011: el control de cambios. La gran efectividad demostrada por las corporaciones para crear velozmente un “banco central paralelo”, que permitiera a una ruta de trafico legal de miles de millones de dólares, reveló una nueva verdad histórica: si la apropiación del Estado por parte del movimiento popular permitió llegar a un empate (revirtiendo años de retroceso), es similarmente evidente que, ahora, con el Estado solo ya no alcanza para quebrar la relación de fuerzas. El avance ya no depende exclusivamente de la inequívoca voluntad política de Cristina Kirchner, principalmente debido al hecho de que el movimiento popular se encuentra inhabilitado para volver a elegir a su conductora como presidenta, es decir, para sacar el mayor provecho del factor de fuerza más importante en un contexto democrático: el voto. En efecto, y por consiguiente, después de haber exprimido las posibilidades constitucionales del Estado democrático (proceso electoral incluido), queda por investigar las potencialidades de la sociedad democrática. Todo indica que ha llegado el momento de empoderar a la sociedad, es decir, dotarla de las herramientas que precisa para condicionar a las corporaciones ella misma.
           
Este movimiento táctico, cuya posibilidad recién se está esbozando, puede tener connotaciones enormes. En principio, sólo es comparable al que hizo Néstor Kirchner cuando demostró en la práctica que sin el Estado era imposible avanzar. Ahora Cristina Kirchner ha instruido a su militancia en una noción complementaria: sin la sociedad no se puede avanzar –hay que agitar a las masas de verdad, con prácticas concretas. ¿Y cuál es la herramienta que el movimiento popular ideó para comenzar con el empoderamiento del pueblo? El control de precios.

Los economistas han discutido la eficacia de los controles de precios a lo largo de la historia argentina. En general, nadie piensa que sean una solución de fondo a la inflación (que no es un “problema”, sino un instrumento de las corporaciones para apropiarse del excedente). Pero respecto de su versión actual, denominada “Precios Cuidados”, lo fundamental no es evaluar sus frutos económicos, sino cultivar sus efectos políticos: el programa no apunta simplemente a mantener estable el precio del aceite, porque su horizonte final es elaborar una pedagogía sobre la lucha económica en la Argentina, empezando por la figura del consumidor (es decir, por la esfera del mercado) para llegar a la figura del empresario (es decir, a la esfera de la producción). El Estado controla, autoriza o desautoriza subas y bajas, establece multas, pero el auténtico sentido de estas acciones no es (ni podría ser) “bajar la inflación”, sino más bien incitar al pueblo a que tome conciencia de quién es el enemigo: las corporaciones. La verdad es que el Estado no tiene hoy el poder suficiente para manejar la economía. Pero sí puede convertirse en un órgano centralizado de “agitación y propaganda de masas”: dado que resulta materialmente imposible poner inspectores en todas las bocas de expendio de la producción económica local, la única salida razonable consiste en traspasarle esta atribución a los ciudadanos, poniendo a su disposición canales de denuncia y sobre todo el factor de fuerza “información” –ya que sólo se puede defender el salario mediante un conocimiento exacto y actualizado del precio de la leche, el pan y el aceite, y de la profunda injusticia que significa cada aumento. En resumen, el empoderamiento de la sociedad comienza por la información y debe transformarse en una pedagogía: primero aprendemos que, según el acuerdo, el yogur debe costar 7 pesos, pero luego debemos aprender que las responsables de los aumentos son las corporaciones y que, por consiguiente, hay que considerarlas como el máximo enemigo del pueblo.

Este es el segundo episodio de la batalla cultural. Primero fue la lucha contra Clarín, el aparato legitimador más poderoso de las corporaciones. Terminó en una victoria clara: en lo legal, el Grupo fue finalmente obligado a desinvertir; en lo simbólico, la sociedad visibilizó al Grupo como un actor con intereses –puesto en términos más bruscos, el kirchnerismo esclareció a la población sobre quién era el actor que deslegitimaba a este gobierno y a todos los gobiernos anteriores: Clarín. Digámoslo aún con mayor exhaustividad: la batalla cultural contra Clarín tenía por objeto despejar la cuestión de quién debía tener autoridad y representatividad en el país –los medios de comunicación oel gobierno electo. El paso subsiguiente, más profundo y difícil, radica en esclarecer al pueblo sobre quién es el responsable de su merma en el poder adquisitivo –es decir, quién maneja realmente la economía (al menos en sus resortes estratégicos) y quién debería manejarla. Tradicionalmente, según el mito liberal, la inflación es un “mal” que nadie desea y la responsabilidad debe atribuirse al gobierno y más precisamente al Estado, por su excesiva intervención, y a los trabajadores, por sus excesivos salarios. La batalla cultural de la etapa consiste en alumbrar que la “inflación” no es un mal, sino una táctica de apropiación del excedente económico, que las corporaciones ganan fortunas con este negocio, y que el pueblo debe consustanciarse con el Estado para combatirlas. Toda pedagogía necesita símbolos: si de lo que se trata es de concientizar al pueblo en conjunto sobre quiénes son sus opresores económicos, resulta “natural” que el escenario de la lucha esté representado por el supermercado, precisamente el sitio donde se realiza la transferencia del excedente –precisamente, el lugar donde el pueblo se abastece de los productos necesarios para garantizar su autorreproducción, su vida.

A la injusticia debe añadírsele la conciencia de la injusticia –y el nombre de sus responsables, para volverla más insoportable, más movilizante. El empoderamiento de la sociedad consiste, en una primera etapa, en delegar tareas de control en el pueblo mismo, confiando que la práctica es el camino más directo hacia la teoría; esto significa que el pueblo sólo puede tomar conciencia teórica de que la “contradicción principal” es “pueblo versus corporaciones” precisamente luchando contra las corporaciones, es decir, mediante la propia experiencia de lucha –sólo entonces las “corporaciones” dejarán de ser un significante difuso, lejano, escuchado de oídas en la televisión, para volverse el nombre concreto del sufrimiento concreto. Debido a su naturaleza social (esto es, generalizada y cotidiana), la disputa con las corporaciones no puede dirimirse en oficinas estatales: debe generalizarse a cada góndola y en cada supermercado, debe ser tan permanente y cotidiana como la necesidad de conseguir pan. Todo parece indicar que esta es la táctica que Cristina Kirchner ha establecido para la nueva fase: la politización extremade la vida cotidiana.





[1]El contraste entre las consignas primordiales de estas dos resistencias (la que luchaba contra la proscripción del peronismo, la que enfrentaba al neoliberalismo) evidencia de manera tajante la importancia de la conducción. Una cosa es “Perón Vuelve”, la contraria es “Que se vayan todos”. En un caso se reclama el regreso del conductor, en otro la retirada general de la dirigencia política. Es la pequeña diferencia entre resistir con líder o sin él: en su punto culminante de movilización y lucha, la resistencia popular al neoliberalismo no sabía el nombre de su conductor. (Los kirchneristas entrenados en la dialéctica hegeliana podrán argüir que, paradójicamente, cuando el pueblo pudo efectivamente pedir que se fueran todos, entonces se produjo un “segundo regreso de Perón” –bajo la figura, claro está, de Néstor Kirchner.)
[2] Esto no quiere decir que un actor con poder económico no puede contar con representatividad; de hecho, sucede lo contrario: el discurso de Clarín orienta a una parte importante de la población, es representativo de ella, y Clarín, por supuesto, tiene un poder eminentemente económico (lo cual le permite contar luego con otros factores, como contactos e información). Ningún actor tiene un solo tipo de fuerza, aunque uno de ellos predomine sobre los demás.
[3]Esto se debe a que el proceso previo a la “toma del poder” en nuestro país no fue sido precedido por altos grados de cohesión y coordinación del movimiento popular (como, por ejemplo, en Bolivia, donde el MAS contaba con años de organización, movilización, una conducción indiscutida, un programa). En el caso argentino, no hubo un pueblo empoderado que recuperó el  control del Estado después de un largo proceso de acumulación política, sino un desmoronamiento de la hegemonía neoliberal, que merece un análisis separado.
Viewing all 72 articles
Browse latest View live